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Cada vez más los encuentro por la calle, paseando con sus padres y madres, sentados en la sillita, aunque no saben qué está pasando a su alrededor. Hay niños de apenas dos años pero también hay bebés que ya andan enganchados al móvil. El chiquillo tendría que estar con los ojos abiertos al mundo, atento a los autobuses que pasan, al parloteo de los peatones, a los edificios y a los árboles... Pero solo está pendiente de una pantalla. Así el niño no molesta. A una edad en la que los bebés tendrían que descubrir el mundo, mientras sus padres les hablan continuamente: «¿Has visto el camión? Mira la niña con el globo. ¡Y ese perro!». Una forma de nombrar el mundo, de abrirle el universo ante sus ojos y sus oídos, guiarle en sus primeros balbuceos que luego se convertirán en lenguaje.

En este mundo extraño, los que nacimos solo con televisión y videoconsolas (bendito mundo analógico), asistimos extrañados ante este drama que asola a la generación Alpha. Niños con retrasos en el lenguaje y en el aprendizaje, criaturas de dos años que montan en cólera si les arrebatan el móvil que sus padres les endilgaron «porque así no molesta». Ahora llevar un bebé a la compra es una carga, para qué vamos a enseñarle a escuchar, para qué prestarle atención y hacerle partícipe de las conversaciones de los mayores. En los colegios se adora el sacrosanto ChromeBook, los chavales de Primaria aprenden a utilizar el Canvas y están todo el día haciendo presentaciones. Son becarios de MBAs que te hacen un powerpoint sobre las perspectivas económicas del sector. Estamos hipnotizados por la pantalla y solo despertaremos cuando se le acabe la batería.