«El Mallorca es Abdon», me explicaron. Pronto lo entendí: el jugador de Artà, Abdon Prats, comenzó siendo un chaval a jugar en el Mallorca. Ha estado a las duras y a las maduras. Ha vivido con esfuerzo y constancia los momentos bajos del club, sin darse jamás por vencido. Ha marcado goles que han permitido el ascenso del equipo y, sobretodo, ama al Mallorca con locura, según sus propias palabras.
En la pasada Copa del Rey que se celebró en Sevilla, muchos mallorquines se dejaron bigote para manifestar su apoyo a «es dimoni d'Artà», un jugador que transforma su expresión en la de un pequeño diablo cuando marca goles, en homenaje a los demonios de su pueblo. Es el rey de «l'infern de Son Moix» porque juega con el alma. Se mueve con los cinco sentidos y el público se contagia de su pasión. Entonces surgen los sueños y los objetivos que deseamos con intensidad acaban por ser realidades.
No entiendo de tecnicismos ni de estrategias futbolísticas, pero conozco un poquito a los seres humanos. En Sevilla, Abdon no jugó. El alma de la fiesta estuvo relegada al banquillo. No lo entiendo. Por favor, que me lo expliquen. No me interesan los argumentos que se basen en teorías futbolísticas. Hablo de emociones y sentimientos, algo mucho más importante. Me refiero a la afición del Mallorca, que esperaba a su héroe, ese demonio mágico de Artà que nos hace creer que amar al Mallorca es también sentirse arraigado a esta tierra.
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Sobrevalorado solo por ser originario de la isla.