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De pronto, todo el mundo se ha dado cuenta de que Mallorca vive una emergencia habitacional. Y los expertos ya han puesto cifras al problema: se necesitan más de quince mil viviendas para satisfacer la demanda de aquí al año que viene. Quizá nos cueste hacernos un poco a la idea de lo que esto significa. Imaginemos un bloque de pisos de cinco alturas y tres viviendas en cada planta. Es un señor bloque. Ahí solamente habría quince viviendas. Así que necesitaríamos construir mil edificios como ese en un año y medio para cubrir las necesidades inmediatas.

Supongamos que el Ayuntamiento decide crear a las afueras de Palma una nueva urbanización para alojar a las miles de personas desesperadas por encontrar un lugar donde vivir. Y se levantan en ella cincuenta edificios como ese con pisos en venta y alquiler. Harían falta veinte urbanizaciones nuevas para incluir las quince mil viviendas. ¿Es eso lo que queremos? ¿No estábamos abrumados ya por la imparable urbanización de la Isla? Aquí falla algo. Y está claro qué es: el negocio turístico se ha desarrollado de tal forma que precisa de miles y miles de brazos para sacar adelante el trabajo. Esos brazos llegan, se instalan como pueden y mantienen en marcha la maquinaria de hacer dinero. Dinero para los empresarios y para los gobiernos, en forma de impuestos. Al vulgo le llegan las migajas. Si se materializaran esos miles de pisos a precios razonables, ¿qué vendría a continuación? ¡Un efecto llamada nunca visto! Con la presión que supone en sanidad, educación, carreteras, masificación. Así que no, construir no es la solución. Lo que urge es limitar el crecimiento, abandonar esta locura de convertir la Isla en un gigantesco parque vacacional.