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Hay una certeza en el mundillo del cine y la televisión y es que más del 90 por ciento de las veces en que aparece una víctima de violencia o abuso es una mujer y a menudo nos ofrecen las escenas con todo lujo de detalles. Llevamos décadas llenándonos la retina y el cerebro de mujeres violadas, golpeadas, asesinadas, abusadas y, por supuesto, ninguneadas o condenadas al papel de entidad sexual o chacha. Cuando en alguna ocasión, hablando con escritores –porque en la literatura de género negro o thriller ocurre lo mismo– de este tema, la mayoría se excusó en que presentar a la mujer como víctima es un modo de reivindicar la igualdad. A mí no me cabe ese argumento en la cabeza y creo que, en el fondo, lo que hacen al elegir a una mujer como víctima, muchas veces sin nombre, sin profundidad como personaje, es reproducir una tétrica visión del mundo que condena a ver como el que manda al macho, fuerte y decidido, y como la que se somete a la hembra, débil y prescindible.

En Francia acaban de crear una comisión parlamentaria que va a estudiar la vieja costumbre de abusar de las mujeres en un ámbito como el cinematográfico, donde son célebres algunos casos escalofriantes, tolerados durante años, que dieron lugar al movimiento MeToo y que alcanzan a varios famosos del país vecino. Es casi natural enlazar ambas cuestiones. Si el mandamás de la industria se pasaba por la piedra a cuanta actriz o aspirante se le cruzaba en el camino, es lógico pensar que los guiones con mujeres convertidas en muñecas hinchables le gustaran tanto como para invertir dinero. Si a eso le sumamos la satisfacción que encuentran millones de hombres al contemplar esas escenas, el cóctel está servido.