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La de nuestros padres habrá sido la única generación capaz de acumular riqueza de forma masiva. Por supuesto seguía habiendo clases sociales, pero fue un tiempo -entre los sesenta y los noventa- fructífero para la mayoría. La clave fue, en España, unos impuestos bajísimos, precios razonables y cierta alegría salarial en un país con muchas oportunidades. Esa generación, a la que llaman de hierro por su fortaleza y capacidad para superar catástrofes, está desapareciendo ahora, con una altísima longevidad y un generoso legado. Nosotros, la generación X, aún en edad de trabajar, llegamos a tiempo de acumular ciertos privilegios, aunque nos pilló de lleno el crack de 2008. Nuestros hijos, los del cambio de milenio, andan atrapados en el limbo. La gran depresión les salpicó siendo niños y ahora que se están convirtiendo en adultos el panorama es casi de posguerra. Tienen gadgets de todo tipo, valores mucho más refinados que los nuestros, acceso a toda la información del planeta, hablan varios idiomas y dominan habilidades que nosotros ni soñamos. A pesar de eso las empresas les pagan poco y parece que a los políticos les interesan cero. Cualquiera que eche un vistazo a los portales inmobiliarios comprobará que las propiedades asequibles llevan todas un mensaje desolador: «El activo se encuentra ocupado por persona sin justo título». Los adquirirán fondos de inversión que harán negocio con el alquiler cuando logren echar al okupa. Mientras, los jóvenes trabajadores, expulsados del sistema, se quedarán en casa de papá y mamá. A esperar una herencia que les llegará cuando tengan más de cincuenta años. Entonces sí, serán la generación más rica de la historia. La que habrá perdido la vida esperando.