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El otro día bajaba andando hacia el periódico y escuché en una planta baja como alguien redactaba un documento en una máquina de escribir. Sí. Han leído bien. Alguien utilizaba una máquina de escribir de esas de toda la vida. ¿Qué es eso?, pensé, ¿Una cámara oculta?, ¿un caso desconocido de poltergeist?, ¿la posguerra? No sé ustedes, pero personalmente hacía décadas que no escuchaba ese sonido. Desde que en la redacción retiraron las máquinas y nos pusieron unas computadoras similares a esas que se ven en la película Superman III no volví a utilizarlas. Pero en esa planta baja alguien estaba escribiendo con una Olivetti de las de toda la vida. Una cortina impedía ver quién era y tampoco quise que mi curiosidad pudiera hacerme pasar por un ladrón o un perturbado. Nadie en su sano juicio me habría creído si digo que me llamó la atención el sonido de una simple máquina de escribir. Ni el vecino que me hubiera delatado, ni el policía al arrestarme, ni el juez al interrogarme. Nadie. Traté, sin embargo, de dictarme una nota de voz a mi otro yo de WhatsApp en la que debía acordarme del tema de la máquina para un artículo de la contra. Pero entonces me percaté de que la batería estaba a cero. Total que tuve que coger el bloc de toda la vida y un bolígrafo y anotarlo de forma más rudimentaria. Y allí estábamos, un o una desconocida escribiendo a máquina y yo anotando en un cuardenito de anillas de los de toda la vida. Los dos estábamos a años luz de la inteligencia artificial, que no sé qué es, no me interesa saberlo y espero no tener que enterarme nunca de hacia dónde nos conduce. Supongo que quien domine la inteligencia artificial dominará el mundo. Yo me conformo con dominar la carbonara y con llevar un cuaderno de anillas para cuando termine la batería.