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Inocente de mí, el día había amanecido espléndido y no detecté el peligro. Como un cándido pajarillo, enfilé al mediodía la calle San Nicolás, en dirección a Cort, ajeno a las hordas de cruceristas y turistas que llegaban. Pero ya era tarde. Oí sonidos guturales, de alemanes y suecos que bramaban en su idioma. Y veraneantes apretujados por todos lados. Al llegar a la Costa d’en Brossa, con aquellos escalones largos y bajos, la avalancha fue tal que aprovechamos para recrear el desembarco de Normandía. La acera era ya una autopista: por la izquierda bajaban mareas de turistas y por la derecha subían legiones de extranjeros también. Y en medio, algún mallorquín perdido. Agonizando. Girar hacia Jaume II fue una hazaña bíblica. Hubo bajas; algunos se quedaron por el camino. El tapón se había acentuado. No cabía un alma. De repente, detecté a un gigante holandés con la frente perlada en sudor, posiblemente por los 25 mojitos que había desayunado. Iba decidido, cual locomotora. Intenté adelantar al italiano que tenía delante, pero recordé que no tenía intermitentes. El holandés me rozó con tal fuerza que casi giro sobre mí mismo. Como una peonza. Luego, cruzar la Plaça Major fue como una lucha grecorromana, con codazos y pisotones. Navajas no vi. En Sant Miquel, la cosa empeoró: dos gemelas que parecían las de la película El Resplandor chillaban a sus padres, atrapados entre la muchedumbre, sin apenas aire. A la altura de la calle Olmos, reparé en el antiguo local de Babelín, donde de niño giraba aquel mono que nos tenía hipnotizados. Ahora los peluches somos nosotros. Bueno, más bien monos de feria.