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Hace muchos, muchos años –¿o quizá no tantos?– recorría Mallorca de punta a punta, siempre acompañado de mi fiel Pep Vicenç, a la búsqueda de las mejores possessions. En aquellos tiempos felices –aunque muy estresantes, pues a veces nos vino de un pelo poder publicar el reportaje semanal–, frecuentábamos los parajes de la Serra de Tramuntana. Nunca dejé de extasiarme ante su belleza, especialmente cuando nos adentrábamos en zonas de difícil acceso, donde podías encontrar caserones centenarios abrazados por un anfiteatro de montañas, prados dulces cuajados de cerezos en flor o capillas desangeladas, con sus imágenes de ignotos santos que parecían desafiar el paso del tiempo desde sus hornacinas descoloridas. Una de mis comarcas preferidas era la que se extiende más allá de Esporles, hacia Banyalbufar y Estellencs, entonces sin motoristas alocados ni senderistas imbuidos del espíritu de los viejos exploradores.

El pasado domingo decidí traspasar el amado pueblo esporlerí y adentrarme en una ruta idealizada en mi modesta pluma y en mis recuerdos de viejo cronista de la Part Forana. Lo hice con la intención de mostrar a mi nieto Jaume los últimos rescoldos de la Mallorca que tuve el privilegio de conocer de mano de los hoy desaparecidos amos de possessió o de los entonces últimos señores ‘feudales’ de una isla que aun conservaba rincones ignotos. Así fue como llegamos al Port des Canonge, un enclave al que no se puede ir de paso. Por un sendero de montaña hoy asfaltado, pero aun de difícil acceso, no apto para recién examinados por la Dirección General de Tráfico, llegamos hasta el restaurante Can Toni Moreno. Pep Ferragut, miembro de la Acadèmia de la Cuina i el Vi, nos recibió con los brazos abiertos para ofrecernos las delicias de una cocina netamente mallorquina con toques de modernidad y sofisticación. Bajo la sombra amable de una parra, degustamos un soberbio cap roig frit amb ceba que convocó a los coros celestiales a entonar sus cánticos. Luego seguimos viaje hacia Andratx por unos parajes aun desolados, qué delicia. Mi nieto alucinaba en colores y cinemascope y yo creo que contribuí un poco a acrecentar el orgullo de sus orígenes. El haber vivido ya, a sus veinte años, en una decena larga de países le hace ir en pos de unas raíces que no quiero que olvide cuando yo no esté.

A veces, los días y las horas pueden rescatar el sabor de los viejos recuerdos, hacernos pensar que no todo está perdido.