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En muchos lugares, y desde hace años, se han puesto de moda nombres estrafalarios para los recién nacidos. Todos recibimos un nombre al nacer. Lo suelen decidir nuestros padres, siguiendo criterios que varían según el momento. De repente se ponen de moda los nombres cortitos: Pau, Pol o Marc. En un momento dado llega el turno de los nombres que se escriben igual en catalán y en castellano, como Marta, Blanca o Clara.

Los inmigrantes nos han traído una explosión de nombres que, en nuestra cultura, suenan fatal. ¿A quién se le ocurre ponerle Darwin, Kevin o Dylan a un inocente bebé? Antes triunfaron nombres como Jennifer, Samantha o Jessica, que inevitablemente me hacen pensar en sucedáneos humanos de la muñeca Barbie.

De repente toca ser súper originalísimos y buscamos nombres únicos para hijos únicos. Algunos pueden ser nombres de ciudades, de montañas o de colores.

En Mallorca, durante siglos, los nombres estaban estipulados en cada familia. Si el abuelo paterno se llamaba Toni, su nieto tenía que llamarse Toni. Si la abuela se llamaba María, su nieta tenía ese mismo nombre asignado antes de su nacimiento. Así, en una familia iban alternándose los mismos nombres de generación en generación. No era por falta de inventiva. No se trataba de confundir a los distintos miembros de un mismo linaje, sino de algo mucho más ancestral y profundo. La repetición de nombres en los jóvenes era un homenaje a sus mayores, una forma de perpetuar la presencia de los seres queridos, y también la certeza de formar parte de una familia.

El deseo de ser diferentes ha hecho que muchos nombres desapareciesen, sustituidos por otros que tal vez nos gusten hoy, pero que no entienden de raíces ni identidades. Como le decía la madre de una buena amiga mía a ésta: «A la niña le puedes poner el nombre que quieras… aunque para ponerle Abril, o Martina, o Julia, pues mejor le pones Catalina, que es el mío». Lo confieso: me desternillaba de risa al oírla. Aunque, en el fondo, llevaba algo de razón.