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El yo no es más que memoria y la literatura no es más que memoria transformada por la imaginación. Lo ha dicho estos días Manuel Vicent, que lleva años haciendo de su memoria, y de las recreaciones de esta, el eje de sus libros. También es de estos días otra referencia a la memoria. Dice Bernard-Henri Lévy que la memoria es una construcción que crece con el tiempo. Ya tiene algunos años La oposición, de Alfonso Mateo-Sagasta, que cuenta cómo un historiador que aspira a una cátedra universitaria defiende que no es que el conocimiento de la Historia sea una ayuda para el presente, sino que es desde el presente cuando se construye la Historia. Ahora podría parecer que asuntos que han ocurrido antes, pongamos que en 1989 (tal que un personaje que hoy llamaríamos friki se presente a unas elecciones europeas para conseguir la impunidad, que lo consiga y que su artefacto electoral sea el cuatro más votado en Balears) parecieran totalmente nuevos. Hay sesudas y científicas teorías sobre la memoria -ejemplo, que nada de lo que recuerdas puede que sea cierto del todo, pues lo que recuerdas es el recuerdo de la última vez que lo recordaste- y ni siquiera sabría explicar ahora qué me lleva dedicar este escrito de hoy a la memoria: igual las leyes de memoria que se quieren abolir, igual eso que he leído a Vicent o lo otro que ha dicho Lévy. El del primero tiene que ver con la literatura y el del segundo con la historia y el olvido. Lo que es aceptable para la literatura (qué debate más absurdo, a mi modo de ver, ese sobre la autoficción) no debería serlo ni en el periodismo ni en la política y sin embargo lo es: la construcción de relatos que llamamos posverdad cuando no son más que mentiras. ¡Cuántas veces te entran ganas de apagar los dispositivos de la realidad (o los que informan de la supuesta realidad) y refugiarte en la autoficción! Sobre todo cuando asoma el Blomsday.