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En una carta de Flaubert, Marguerite Yourcenar encontró una frase inolvidable; decía: «Los dioses no estaban ya, y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que el hombre estuvo solo». Explicando la escritora que «había pasado gran parte de su vida, tratando de definir y luego de describir a aquel hombre solo…» Palabras evocadoras de la soledad existencial del ser humano. Situación que en el mundo actual afecta a millones de seres humanos. (Solo en Baleares hay, 111.992 personas que viven solas, según el censo de 2021). Y, me atrevo a decir, que mayoritariamente lo hacen de modo irremediable, pues cada vez es más difícil escapar a la soledad.

Ahora vivimos una época semejante a la del hombre solo de la edad antigua al que se refería Flaubert y quiso definir Yourcenar. Porque aquel no fue realmente un momento único. El hombre contemporáneo está más solo, si cabe. Afrontando los hechos más transcendentales de la vida en soledad. Nacemos como individuos solos y morimos también en soledad, aunque podamos estar acompañados en esos trances. Y, entre ambos acontecimientos podamos conocer lo que es «la soledad del corredor de fondo» y nos demos cuenta, que para muchos «esta sensación es lo único verdadero que hay en el mundo». Allan Sillitoe dixit. La soledad amenaza silenciosamente con aparecer en el momento más inesperado e inoportuno. Y, para hacerse notar no es necesaria la ausencia de los dioses del Olimpo ni del Dios de los judíos. Basta con echar de menos a alguien que nos haya acompañado en la vida. El síntoma de esa soledad es un vacío generalizado, que no está necesariamente ligado a la falta de acompañamiento. Pues la soledad puede darse en compañía; en la peor de las versiones, que puede acechar con mayor rigor a quienes se hacen preguntas; bien sobre la vida bien sobre la muerte, a través de la filosofía.

El hombre en el primer cuarto de siglo XXI vuelve a estar solo como en la antigüedad evocada en la carta de Flaubert. Pero no porque aquel momento fuera singular, que no lo fue. Ni porque los dioses hayan huido del Olimpo y no atiendan las plegarias de los mortales, sino porque son ahora los mortales quienes han abandonado a los dioses. En realidad, el hombre contemporáneo no cree en dioses ni que algo divino pueda mitigarle el peso de la existencia o hacerle menos gravoso el viaje que sin pasaje de vuelta se le obliga a transitar.