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Leo en un diario nacional que afrontamos otra ola de coronavirus, que se traduce en toses, estornudos, fiebre, malestar… Las hospitalizaciones por COVID-19 se han cuadruplicado en dos semanas. La enfermedad es más leve, pero en el caso de ancianos o pacientes con otras patologías se registran ingresos y puede haber complicaciones importantes. Los casos de tosferina en Europa se han multiplicado por 10 desde enero de 2023: más de 25.000 en 2023 y más de 32.000 entre enero y marzo de 2024, según el Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades. España aparece entre los países que más casos registraron en bebés en 2023 y el repunte de 2024 en el grupo etario de 10 a 14 años.

El aire que respiramos se compone aproximadamente un 70 % de nitrógeno, un 20 % de oxígeno, vapor de agua, gases nobles y partículas en suspensión, también llamadas polvillo atmosférico. Y, aunque sea de paso, hay bacterias, micoplasmas, chlamidias, virus, y, últimamente y con bastante razón, nos insisten sobre los microplásticos. Todos estos elementos acaban cayendo al suelo, aunque con mucha lentitud dada su poca masa. Y, antes de que esto ocurra, los respiraremos y quedarán en nuestros pulmones, sangre, hígado, etc., haciéndonos la puñeta en forma de bronquitis, neumonías, bronquiolitis, etc.

¿Cómo protegernos con bastante eficacia? Además de vacunas, alimentación, ejercicio físico, ropa adecuada e higiene, las mascarillas son grandes aliadas. Debemos llevarlas como hacemos con el móvil, el bolígrafo o las llaves. No es necesario que siempre las tengamos puestas, salvo en hospitales, donde deberían ser permanentes, farmacias, y allí donde haya masificación de personas, como autobuses o cines, donde cualquiera puede transportar virus y propagarlos rápidamente mediante tos o estornudo. Las partículas, al quedarse en la mascarilla, no entrarán en nuestro organismo.
Tenemos que mentalizarnos y comprender que la mascarilla debe ser nuestra compañera hasta la tumba. Nada las hace necesarias en el campo, el monte, la playa o la calle, es decir, en lugares abiertos y al aire libre. Pero en espacios concurridos su uso es más que recomendable, aunque sea para no propagar enfermedades que sí pueden ser mortales para personas más vulnerables.