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El viernes, un turista encantador, con ligero aspecto de neonazi, fue grabado orinando hacia la calle desde un balcón de la primera línea de la Platja de Palma. Llámenos raros, pero a los mallorquines normalmente no nos acaba de gustar que nos orinen cuando paseamos, aunque en el país del energúmeno quizás es algo de lo más habitual: «Ummm, que cervecita más rica está cayendo hoy del cielo. Y encima es gratis». Sea como fuere, ahora que aquí nos hemos puesto tan duros con la masificación, el caso debería ser investigado directamente por la Junta de Tratamiento de Turistas Defectuosos (JTTD), una suerte de inquisición turística isleña implacable. Que posiblemente dictará contra él una sentencia ejemplarizante. «El primer castigo -clamarán muy solemnes los sabios del comité- será que pase una jornada de domingo en agosto en la playa del Caló des Moro, en Santanyí». Huelga decir que el meón será pisoteado, arrastrado y quizás triturado por miles de bañistas e influencers apilados en aquella diminuta franja de arena. En el improbable caso de que sobreviva, la JTTD, vengativa como pocas, se cebará con él: «Pues ahora un taxi ilegal lo dejará en la plaza de Son Gotleu, a plena luz del día, envuelto en una bandera argelina y comiendo cuscús». Las posibilidades de salir ileso son de una entre un millón, pero como la fortuna es caprichosa y el meón siempre cae de pie, los jueces dictarán contra él la pena capital: «Y si el cafre sigue todavía entero, será trasladado en un día de intensa tormenta hasta el Duty Free del aeropuerto de Palma, a esperar que se inunde». Esa sí que ya no la cuenta.