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Casi cada día, salvo los martes de sesión plenaria, grupos diferentes recorren las dependencias del Parlament balear, ese edificio que fue, en el pasado, sede del Círculo Mallorquín y que, desde hace cuarenta años, viene a ser (o debería serlo) el centro de la política autonómica. Esos grupos que visitan el Parlament son de escolares, de asociaciones vecinales o, como caso del que ayer recorría sus dependencias, de mujeres y hombres de eso que encajaría en lo que llamamos personas mayores o de la tercera edad. Habían venido de Banyalbufar y Estellencs. Esas visitas terminan en el salón de sesiones donde se celebran los plenos y en los que, para la ocasión, hay dispuestas unas bolsas que incluyen una guía de la institución, bolígrafos, agendas o (en la que entregó ayer, pues hay ligeros cambios según el grupo) un abanico. Qué oportuno, a la vez que simbólico, para un día como el de ayer. Aunque las explicaciones no incluían referencias a lo ocurrido el día anterior -algunas de esas visitas, sobre todo las de los grupos más jóvenes sí empiezan con la pregunta: «¿Sabéis cómo se llama el presidente del Parlament?»- hubo alguna alusión, en comentarios privados, al «rebombori» del miércoles. Hay algunas explicaciones que suscitan especial interés. Las del salón de plenos (hay quienes saben, como ayer, que fue salón de baile), las de la biblioteca (una joya) o las de la claraboya sobre la escalera principal. Qué necesario ese abanico de la bolsa para remover el aire de la política y también el de la sociedad en general. ¿Cómo es posible que partidos que no creen en la democracia (o que no la entienden, o la entienden a su modo) lleguen a las instituciones mediante los votos? Quizá estemos cayendo en el sesgo de la neutralidad y ya no llamamos fascistas a los fascistas. Lo enseña Baudelaire: «El gran triunfo del diablo es hacernos creer que no existe». Más abanicos.