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El pasado 29 de junio se me ocurrió -iluso que es uno- felicitar a un joven Pau con motivo de su onomástica. La cara de extrañeza que puso el mozo en cuestión me hizo aterrizar, una vez más, en nuestra realidad social.

Estamos perdiendo el bagaje cultural que desde la Conquista ha ligado a una generación tras otra. No es la primera vez que me ocurre un episodio similar. Entre los menores de 30 años es ya muy poco común celebrar el santo -algo que formaba parte de nuestras esencias familiares más arraigadas-, en parte porque no se suelen conservar como antaño los nombres de padres o abuelos, e incluso resulta complicado en ocasiones distinguir si nos hallamos ante un nombre propio de persona, animal o cosa, y en parte porque hemos importado, además de una diversidad social nada comprometida con nuestra propia cultura -y no me refiero, en este caso, solo a la lengua-, la anglosajona costumbre de celebrar un paso de los años contra el que, contradictoriamente, tratamos de luchar para atender a los cánones físicos globalmente aceptados.

El común de la gente ya solo recuerda las fechas del santoral si van ligadas a una fiesta en el sentido laboral o lúdico y, por supuesto, desconoce por completo el origen de las celebraciones, salvo, en parte, las de Navidad o Semana Santa.

La presencia de lo espiritual o trascendente en la sociedad deja paso una moralidad líquida que se adapta mejor a los intereses materiales de cada quien. Algo tan consustancial a nuestra especie como preguntarse qué hacemos aquí está siendo sustituido a todo tren por un conjunto de cuestiones banales ligadas a la satisfacción inmediata de presuntas necesidades que nos creamos -o que nos crean- de la nada más absoluta.

En Balears vivimos un trepidante proceso de laicización al que no es para nada ajena la artrosis sistémica de la Iglesia católica como institución para obrar una transformación que permitiera que su mensaje -su ‘buena noticia’- siguiese presente entre las nuevas generaciones. Solo los centros educativos de ideario católico mantienen un contacto relevante con los jóvenes, y por ello la Iglesia debería volcar y centrar sus esfuerzos en ellos, aun a sabiendas de que escolarizan a alumnos de todos los credos o culturas. El resto de obras -con la excepción, quizás, de Cáritas- tiene un impacto global muy limitado, y las parroquias y sus párrocos carecen de la presencia social de décadas pasadas, debido al natural proceso de envejecimiento de sus titulares y a su alarmante falta de relevo. Hace treinta o cuarenta años debió acometerse una profunda reforma estructural que entonces no se juzgó necesaria, pensando que lo coherente era mantener aquello que siempre había funcionado, incluso por encima de lo único que en realidad sigue importando, el mensaje de Jesús de Nazaret. Ahora es muy posible que ese proceso sea irreversible y que los nuevos cristianos se vean forzados a vivir su fe en un entorno, en el mejor de los casos, aséptico, cuando no abiertamente hostil.

En todo este maremágnum, no puede sorprender que noticias que conciernen a la Iglesia -en la mayor parte de las ocasiones, con un cariz peyorativo- hagan referencia a cuestiones patrimoniales o de mera supervivencia.

Estamos, definitivamente, perdiendo el oremus.