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Cada vez que se hacen públicas las declaraciones de bienes de los políticos con cargo nos encanta indagar qué tienen unos y otros. Es confuso porque a la hora de valorar las propiedades inmobiliarias se puede declarar el precio pagado en su día o el valor catastral, muy inferior al actual. Incluso así, hay cosas que llaman la atención y de algún modo indignan. Porque es cierto que para gobernar, incluso formar parte de un parlamento, la mayoría deseamos que los candidatos tengan dos dedos de frente, cierto bagaje profesional y una formación impecable. Que sean personas, digamos, un poco mejor que la media porque quizás así logren encontrar soluciones a los problemas. Cuando en un hemiciclo vemos a auténticos garrulos lanzándose insultos, o hasta puñetazos, como ocurre de vez en cuando en Italia, sentimos vergüenza ajena y sensación de estafa. Pero en esto también hay límites. Cuando se convierte en presidente, ministro o diputado un millonario que jamás ha enfrentado problemas económicos o sociales es difícil que sepa ponerse en los zapatos de quienes están abajo. ¿Cómo calibrar la situación de una madre soltera que no puede seguir trabajando en verano porque no tiene dónde dejar a sus hijos? ¿La de los miles de chabolistas que colonizan todas las ciudades del país? ¿La de las familias que dependen de la economía sumergida? ¿La de los jóvenes mileuristas que nunca podrán salir de casa de sus padres? Entre los diputados catalanes, Jaume Giró tiene cinco millones de euros, su compañera de Junts Anna Navarro, un casoplón de un millón de pavos en California, un Porsche Macan y cuatrocientos mil eurillos ahorrados. ¿De verdad viven en el mismo mundo que nosotros?