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Leo Un cor furtiu: vida de Josep Pla, y me topo con Aurora Perea. En el libro se detallan las dificultades que tuvo esta mujer para emigrar legalmente a Argentina en 1948. Ella tenía el oficio de costurera, y unos parientes cercanos la reclamaban. Además, necesitaba dejar atrás su malsana relación con el escritor ampurdanés. Por aquel entonces, los países receptores de mano de obra exigían mucha documentación a los emigrantes. Querían asegurarse de que iban a trabajar y no suponían una amenaza para la convivencia. Habrá quien piense que, afortunadamente, aquellas complicaciones han desaparecido, y ahora prevalecen los derechos humanos y la solidaridad. Es cierto, pero eso no puede hacernos olvidar que gracias al orden administrativo y al esfuerzo y sacrificio de miles de españoles como Aurora hemos llegado a construir un Estado del bienestar. La cuestión, ahora, es que una parte muy importante de los emigrates que recibimos no ha realizado ninguna tramitación oficial para residir en España. Y muchos no llegan para trabajar, sino para ‘buscarse un futuro’. No sabemos muy bien quiénes son, ni cuántos. Y entre estas personas hay menores no acompañados: sólo este año se prevé la llegada de unos 13.000. Este dato es extraño y alarmante. ¿Por qué hay países que permiten el éxodo masivo y a la aventura de niños? No es sólo qué hacemos aquí con ellos, o donde los ponemos, como pide Vox, sino qué hacen allí para que las familias no retengan a sus hijos. ¿Acaso son éstos los efectos de una gran desestructuración social y moral en África de la cual Europa es en buena parte responsable?