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A mediados del siglo XIX el quince por ciento de la fuerza laboral en el Reino Unido estaba conformado por niños de siete a diez años. Era, por desgracia, algo que se aceptaba con naturalidad cuando los obreros apenas lograban sobrevivir por la crítica desigualdad de la sociedad y el empresariado de la revolución industrial heredaba los usos de los trabajadores agrícolas. Naturalmente, cuando los gobiernos, años más tarde, decidieron legislar para proteger a la infancia, los patronos pusieron el grito en el cielo, porque la producción se resentiría al eliminar de la ecuación los bajísimos salarios que daban a los críos. Sus beneficios, decían, se irían a pique. Otro tanto ocurrió cuando el mundo civilizado abrazó la jornada laboral de ocho horas, que ponía fin a la interminable explotación de los obreros. Más recientemente, al prohibirse el tabaco en recintos cerrados, los propietarios de bares, discotecas y restaurantes clamaron al cielo porque, sin duda, esa medida acabaría con sus negocios. Ahora le toca el turno a la pequeña reducción de jornada, de cuarenta a 37 horas y media. Un cataclismo que devengará en crisis económica masiva y desempleo descontrolado si atendemos a los vaticinios de la patronal. Parece mentira que un sector que a menudo está al frente de innovaciones, investigaciones y son pioneros en muchos aspectos, cuando se trata de proteger y beneficiar a sus trabajadores se aferra a las costumbres decimonónicas más rancias. Sabemos que en España lo que prevalece son las pequeñas y medianas empresas que encuentran más dificultades a la hora de cuadrar plantillas. Aun así, hay mil opciones para cumplir con la ley y, de paso, conseguir que tus empleados sean un poquito más felices.