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Que Palma tiene un problemón con los aparcamientos es una obviedad. Y que sobran como mínimo la mitad de los coches es otra. Sin embargo, pasan décadas y nadie propone un cambio drástico en el transporte público, algo que permita a la mayoría de los palmesanos olvidarse de la necesidad de tener coche. Lo habitual en cualquier ciudad del mundo donde se intenta luchar contra la congestión, la contaminación, el ruido y las molestias del tráfico. Aquí no. Lo que prima en la mentalidad cateta es que cada individuo tenga su propio vehículo. Mentalidad derivada de aquellos años sesenta en los que España salió del hambre para contar por millones los ingresos que generaba el turismo de masas. Los antaño pobretones que andaban descalzos se aferraron a la fantasía de comprarse un coche y no han cambiado de idea. Las autoridades tampoco lo ponen fácil porque atravesar la ciudad en bus es poco menos que una odisea. Así que los que gobiernan ahora Palma deciden construir más plazas de párking, una iniciativa seguramente aplaudida por muchos, hartos de dar vueltas infructuosas por las mismas calles al salir del trabajo y regresar a casa. El problemilla quizá es que, anunciado el proyecto a bombo y platillo, con grandes dosis de esfuerzo y dinero, al final serán ocho mil las plazas nuevas. Es una urbe que gana vecinos año tras año –91.000 en lo que llevamos de siglo– y donde ya nos hacinamos más de cuatrocientos mil. Si contamos a coche por cabeza, aunque quitemos los muy ancianos, los menores de edad y alguno que no quiera conducir, los nuevos parkings no solucionarán nada. Otro parche para beneficio privado y una excusa más para retrasar la revolución del transporte público.