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Tal vez sea demasiado tarde. La gran manifestación de hace unos días contra la saturación turística destiló también el agrio aroma a canto de sirena. Tal vez se nos haya pasado el arroz. Son demasiadas décadas de oportunidades perdidas.

Hace un cuarto de siglo Balears no logró arrancar de la Unión Europea el blindaje jurídico necesario para fortificar los derechos inherentes a su insularidad. En paralelo, tampoco se consiguió un desarrollo favorable de la Constitución española, que establece una especial protección de los hechos insulares.

Y lo que es más patético: No hemos sabido convertir en coraza legal el excelso activo que supone ser una nacionalidad histórica, un antiguo Reino, ahora incapaz de autogestionar sus recursos y su futuro. Hace unas pocas décadas no se consiguió blindar y convertir en inviolable nuestra personalidad propia. Y hoy la gente sale a la calle cuando sus hijos han sido expulsados del mercado inmobiliario, cuando el Archipiélago se alquila o se vende al mejor postor y cuando calles y carreteras están saturadas de turistas hasta producir asfixia a los residentes, matando así la gallina de los huevos de oro, que es lo que debería ser una industria del ocio bien racionalizada. Nuestra nacionalidad histórica está en fase de agonía. Somos una colectividad adocenada, en manos del pelotazo y del dinero fácil.
Hace cerca de treinta años en la Plaça Major de Palma se formó un gran mosaico humano bajo el lema ‘Som nacionalitat històrica’. El president era Cristòfol Soler. Duró poco la alegría. Soler fue defenestrado por su propio partido y Balears inició la senda del desarrollismo desaforado de Jaume Matas. Y la dinámica ha seguido pese a los intentos de frenarlo por parte de los governs del Pacte.
Hay que volver a la esencia, a la lucha por ser nacionalidad. Eso o caer en el peligro de desaparición como pueblo único y diferenciado.