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El sol cae a plomo, así que enfilo la Plaça d'Espanya en dirección a la calle Sant Miquel con paso acelerado, para no fundirme por el camino. Mi gozo en un pozo. Al girar, me intercepta un joven con un peto fosforito, que –jovial– me pide mi nombre. «Donald Trump», le contesto, con la esperanza que me deje tranquilo. Pero el chaval no suelta a la presa. Es como si se hubiera reencarnado en un vendedor de enciclopedias de los años ochenta. Que aquellos sí que eran pesados. Por fin, frente a la iglesia, me lo quito de encima, pero de entre unos arbustos, cual guerrillero del Vietcong, me asalta otro, que lleva el mismo chaleco verde fluorescente: «Un donativo para el colegio de tullidos del santo sepulcro», vocifera. A Dios gracias consigo despistarlo en la Plaça Major, sin usar la violencia. Pero esta gente no se rinde fácilmente, así que tras las columnas emerge otro captador de donativos, que me grita al oído: «Una ayudita para la asociación de impotentes y cornudos de Malta». Tras darle esquinazo, entro en una zapatería próxima. Tengo un plan. Compro unas chancletas marrones y me las calzo sobre unos calcetines blancos. Una aberración que me convierte, de repente, en un turista. Vuelvo a la calle Colom y avanzo hacia Cort. Nadie me mira. No se me acercan más acechadores con petos. Soy invisible y me empiezo a agobiar. Al final, me rindo y me acerco hacia uno de los chavales: «Tengan una ayuda...». No me deja terminar. Le oigo exclamar: «Hostia, un guiri». Y a continuación, me aleja con el brazo: «No moleste, caballero. Si quiere algo, allí hay una oficina de información turística».