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Alas puertas de agosto, el mes de vacaciones por excelencia, con la matraca olímpica resonando aquí y allá –la televisión pública incluso elimina sin complejos el Telediario para retransmitir competiciones–, y casi de tapadillo el presidente del Gobierno agacha la cabeza y da el «sí, quiero» a todo lo que piden los de Esquerra Republicana con tal de ver a su candidato convertido en president de la Generalitat, a pesar de que ganó las elecciones. Eso si las bases independentistas avalan el acuerdo. Y esta vez tendrán a muchos ojos encima, porque lo que Pedro Sánchez ofrece es la cesión del cien por cien de la tributación a Catalunya, una especie de concierto vasco, pero con otro nombre para que no suene tan discriminatorio. Al final, que ellos se lo guisen y se lo coman. Desde el punto de vista frío, sin apasionamientos patrióticos ni odios viscerales, es lo más justo. Catalunya es una región rica que lleva más de cien años evolucionando para serlo. Es probable que con la cesión de los impuestos no alcance las metas con las que sueña, porque entran en juego variables como la capacidad de su clase dirigente. Y ahí me temo que les brillará poco el pelo. En fin, al otro lado las pataletas de siempre: los pobres gritan porque temen que van a perder recursos. También llamados limosnas, aunque queda feo. Las demás regiones de España –que son todas, excepto unas honrosas excepciones– han tenido esos mismos más de cien años para espabilar y lo único que han hecho es emigrar hacia lugares más productivos y seguir llorando. Quizá no tienen remedio, por circunstancias equis. Acabarán vacías por completo, tampoco pasa nada. Es la historia de la Humanidad, la gente se va de los lugares inhóspitos.