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En el denigrante espectáculo de la segunda fuga de Puigdemont nadie se libra de la viscosa sensación de ridículo; empezando por él mismo. El expresidente quiso emular a Tarradellas y representar el honor del pueblo catalán, sojuzgado por el Estado opresor. Terminada la soflama, se cubrió el flequillo con una gorrita y salió corriendo como un vulgar carterista. La cara de su lugarteniente Turull, al borde del ataque de nervios, pegado a su líder para facilitar la huida, no tiene nada que ver con la altanería con la que aseguró, cuando ya lo sabía a salvo, que Puigdemont llevaba dos días en Barcelona. Para dejar más en ridículo a unos Mossos a los que tantos favores les deben. En Moncloa, que llevaban mirando para otro lado desde que Puigdemont amenazó con volver, respiraron satisfechos al saber que ya había cruzado la frontera y que su hombre, Salvador Illa, había conseguido su propósito. Ya está pacificada Cataluña. La detención hubiera supuesto el fin de la legislatura en Madrid. La reacción del PP, alborotada y ruidosa pero sin efectos reales en plena canícula, queriendo involucrar a la ministra de Defensa, Margarita Robles, olvida que, siendo ellos Gobierno, el mismo Puigdemont les coló ante sus narices las urnas y las papeletas del referéndum ilegal. De la actuación de los Mossos ya se ha contado todo. Como ahora su máximo responsable, que sabe que la llegada de Illa va a cambiar la estructura del cuerpo, nombrar nuevos jefes y limpiar sus filas de irredentos independentistas, se atreve a arremeter contra Puigdemont describiéndole, más o menos, como cobarde por haber huido. Y a nadie se le cae la cara de vergüenza. ¿No sentirán sonrojo Josep Rull, presidente del Parlament, y Artur Mas, expresidente de la Generalitat, de hacer de escuderos o teloneros de esta opereta bufa? ¿Se puso también la gorrita Artur Mas y le acompañó en su carrera de huida?