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Los espacios quedan impregnados por los hechos que ocurrieron en ellos. Los lugares donde sucedieron historias cruciales de vida llevan una marca para siempre. Se trata de una atmósfera peculiar que perdura, aunque pase el tiempo. Lo sentí hace años, cuando, en un viaje a Cracovia, hice una visita a Auschwitz. Los visitantes se movían sin a penas hablar, con el semblante serio de quienes no entienden lo que les rodea: la inmensidad del desconcierto se manifestaba en las personas. Viví una situación similar hace pocos días, en el cementerio americano de Normandía, junto a las playas donde el seis de junio del 1944 se produjo el desembarco de las tropas aliadas, cuando murieron miles de hombres muy jóvenes, en la lucha por restablecer el orden democrático en Europa, ante la amenaza de Hitler. Ese día D sobre el que se han escrito libros y rodado películas (poco antes de ir volví a ver la película de Tom Hanks Salvar al soldado Ryan). Las playas normandas son impresionantes por su extensión y su belleza. Enormes bancales de arena hasta llegar a las rocas en las que los alemanes habían cavado refugios y zonas de ataque, aprovechando el desnivel de la tierra. Allí, la batalla fue sangrienta, terrorífica.

Al visitar el cementerio americano, en las largas hileras de cruces blancas sobre el césped, pensé una vez más en el dolor de una guerra, en la absurdidad del mundo donde vivimos, siempre a punto para atacar a los demás.

En algunas de esas tumbas impolutas había flores. Es probable que muchos americanos hayan viajado desde sus ciudades hasta la playa de Omaha, con el deseo de rendir culto a la memoria de un antepasado que murió en la guerra. Eran chicos americanos muy jóvenes. Despertaban a la vida y murieron por unos ideales de libertad. Abandonaron sus hogares, sus familias y su país. Es probable que ignorasen dónde se metían. En esas playas, aquel día terminó la Segunda Guerra Mundial.