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Un niño se encarama a una roca que artificialmente está colocada en un parque en Binissalem. Solo por ver ascender al pequeño, vale la pena el artificio. Si además lo contemplo desde una ventana del casal de Can Gelabert, donde he acudido para ver los Despliegues de Nano Valdés, cobra más sentido. Sí, porque más allá de la narración que hace el propio artista, yo siento y presiento que esa levedad que busca/buscamos se está produciendo delante de mis ojos. Ese niño encaramado a la roca. No como un Sísifo encadenado a una bola sino liberado aún estando de pie en la piedra.

Es una muestra pequeña, ocupa apenas tres estancias del casal. Es una exposición silenciosa, como un big bang en mí, es sugerente, evocadora. Su pieza Pulse me traslada al cielo de Mani, en el Peloponeso, en una noche de verano inolvidable en la que una mujer y un hombre se enamoraron en un destello. Separada por el tiempo, sonaba Eleni Karaindrou en mi mente. Nano la prefiere en silencio. Solo que los Despliegues no son más que eso, instantes, evocaciones de que somos tránsito. Qué si no el numerito de Puigdemont en un alarde de ingeniería de algo tan antiguo como el juego del escondite, me ves, ahora ya no. Puro espejismo. Como el afán de los políticos desnortados y crueles que a dos cuadras de aquí están provocando la cólera de los dioses.

Me refugio en lugares y en haceres como el de Nano y sus obras para no seguir llorando tanta crueldad que pasa por nuestro lado y no hacemos nada. No basta el gemido cuando se está liquidando a los inocentes del mundo. Palestina me rompe el alma. Me giro y me encuentro con un sin fin de nubes que surgen del pedaleo en una obra a la que el artista de Palma le sigue dando vueltas. Quiere el azar, que tanto no es, que unos días atrás recordase la canción de Joni Mitchel Both sides now: «Yo he mirado a las nubes desde ambos lados, desde arriba y desde abajo y todavía, de alguna manera es solo la ilusión de las nubes lo que recuerdo... En realidad no conozco las nubes en absoluto».

Ha querido regresar a la escena, a casa, para compartir algunos de sus últimos trabajos y, sobre todo, para enseñárselos a sus padres, Marisa y Fernando, que a paso lento y cogidos de la mano, avanzan en su larga vida. Les he visto alguna vez en Esporles y no puedo evitar sentir la emoción que transmiten y que se respira en el quehacer artístico de su hijo. Entre lo manual y lo reflexivo, como un Arquímedes aplicado, Nano nos regala modestamente su insomnio creativo. Navegante por el violáceo ponto, entiende el continuo devenir en esa danza de átomos en que sin saberlo estamos todos invitados. ¡Bailemos! o subamos a la roca como el niño de Can Gelabert. Miremos a las nubes como aquellos que un día fuimos. Gracias, Nano, por desplegar tanta belleza en un agosto que nos agosta.