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Era de una belleza radiante, casi insultante. Inteligente, valiente y muy ingeniosa, María Krystina Janina Skarbek nació en 1908 en el seno de una familia noble polaca. Tuvo, pues, una infancia privilegiada, dedicada a la hípica y al esquí, pero en 1939 todo cambió. Los nazis invadieron su país y ella se salvó porque estaba en África. Pero como era de todo menos una damisela cursi, Krystina estrenó nombre de guerra –Christine Granville– y se alistó en el SOE, que eran las fuerzas especiales británicas. Acababa de nacer una de las mejores espías de todos los tiempos. Se especializó en infiltrarse en la Francia ocupada y en Varsovia, donde toreaba a los oficiales de la Gestapo tirando de encanto. Que tenía a raudales. Se especializó en liberar a compañeros en apuros, que cuando la veían aparecer volvían a creer en el Santísimo, pero en 1941 su suerte cambió. O eso parecía. Fue arrestada por los alemanes en Polonia, junto a un compañero de la resistencia. La llevaron a una lúgubre prisión, donde los nazis se lo pasaban pipa, y cuando estaban a punto de empezar a torturarla, se las ingenió para confundir a sus aprensivos captores. Sin que nadie lo advirtiera, se mordió la lengua con fuerza y empezó a sangrar. Acto seguido, tosió desesperadamente sobre los guardias, que comenzaron a ponerse nerviosos. Fingió que le quedaban dos telediarios por una tuberculosis terminal y los alemanes, más por miedo a contagiarse que por humanidad, la soltaron inmediatamente. En cuanto Christine puso un pie en la calle les dedicó un sonoro tanto. Y se esfumó. El corte de mangas casi se escuchó en Berlín.