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Los mallorquines solemos decir que los mejores momentos de cualquier viaje son dos: la partida y el regreso. Irse de casa y dejar aparcada por unos días la rutina es maravilloso. Supone una gran desconexión para nuestra mente, a menudo sometida a las presiones que conlleva vivir. Es respirar aire nuevo, visitar lugares distintos, y abrirnos a la sorpresa. Sin embargo, las personas que están muy arraigadas al lugar donde viven siempre desean volver. Los que nacimos en una isla lo experimentamos con una rotundidad absoluta. Es bonito explorar el mundo, pero siempre es mejor volver a casa. Esta semana hemos visto en la televisión imágenes de muchas familias que no han podido coger sus aviones para regresar a sus ciudades de origen. Las turbulencias y desastres provocados por la Dana en las Illes Balears han sido enormes. Durante unos días hemos vivido observando el cielo con el corazón en un puño. Los informativos nos mostraban el rastro de las lluvias desenfrenadas y las inundaciones. El aeropuerto dejó de ser un lugar de paso, de idas y venidas, de esperas a contrarreloj. De golpe se acumulan los pasajeros cuyos vuelos han sido cancelados. Familias al completo pasando la noche en colchones de playa, comiendo bocadillos, descubriendo que un vuelo cancelado te arruina el final de las vacaciones.

Por suerte nunca he dormido en un aeropuerto. Pasar la noche en ellos debe de ser una forma de estar a la intemperie: frío, hambre, sed. Incomodidades sin fin para quienes se ven abandonados a su suerte durante horas o días en un aeropuerto, ese lugar más bien inhóspito, incómodo, difícil. Para algunos volver a casa se puede convertir en un calvario. ¿Ustedes se acuerdan de la serie de animación ‘Marco’, que muchos veíamos en nuestra infancia? Marco era la búsqueda, la paciencia, la añoranza. Pues eso, el aeropuerto de Palma se ha llenado de Marcos de repente.