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Empieza a ser habitual que los gobiernos socialistas incluyan algún miembro amante incondicional de las balas de goma (en Catalunya están prohibidas) y algún que otro militante antitrans. Quizás sea por una idea un tanto trasnochada de que un partido de estado debe revestirse de un rigor mortis grave para imponer respeto. Pero, más allá de estos tics macabros, el nuevo gobierno de la Generalitat, sin ser un gobierno de concentración, está hecho para satisfacer a muchos y, probablemente, sea por este motivo que en él haya algún consejero que parezca sacado del baúl de los recuerdos. No responde simplemente a los votos progresistas que le han encumbrado al poder, sino que se trata de un gobierno esencialmente instrumental, con un claro sentido de correa de transmisión, que forma parte de una estrategia de Estado más amplia. Un gobierno singular para un momento diferente.

A primera vista, parece pensado esencialmente para poner en práctica los acuerdos subscritos por ERC y los socialistas, en una dimensión que sobrepasa el ámbito catalán y que sin la participación de la administración del Estado seria imposible. Es un proceso altamente interesante que enfurece a la oposición española de derechas, aunque no hay para tanto. Mentes olvidadizas recuerden el Pacto del Majestic, suscrito entre José María Aznar y Jordi Pujol, cuando el madrileño decía hablar catalán en la intimidad. La diferencia esencial entre uno y otro es que el actual contiene mucha más nobleza que el de entonces, que también modificaba el sistema de financiación, pero nunca expresó una idea de transformación del Estado como ahora se pretende.

Dicho de una manera más pragmática, el nuevo gobierno de la Generalitat representa el éxito de la vía política y del dialogo emprendida por los socialistas y los gobiernos de coalición, frente a la inacción política y la judicialización del conflicto que ha caracterizado a los gobiernos conservadores del pasado. Es en este punto donde hay que situar el origen del juego, en el cual a muchos les gustaría volver a la casilla de salida y empezar de nuevo, pero no es posible. No es casual la insistencia en decir que el ‘procés’ se ha acabado, sea cierto o no, tanta prisa denota cierto aire de victoria prematuro. Además, estudiados fríamente los votos no dan para tanta rotundidad. La tarea no es simple, ni va ser rápida, hay heridas profundas que subsanar.

La cuestión esencial es que la idea independentista de romper el Estado no ha dado resultado y ha sido substituida por el viejo axioma de asalto al Estado. En este cambio aparecen confluencias, a través de la vía política y el pacto, que pueden resultar altamente edificantes. Desde el Gobierno estatal se ha vuelto a hablar de una España federal. Si entendemos que esto no es postureo, una vez más habrá que admitir que las aportaciones de Catalunya y la periferia política, en general, han sido positivas para el conjunto del Estado. La España negra nunca ha aceptado este hecho, sin retroceder mucho en el tiempo, recuerden la negación del Estatuto de 2006 por parte de M. Rajoy, origen del conflicto en su versión actual.

La doble tarea de gobernar y formar parte de una estrategia superior sitúa al gobierno de la Generalitat en una posición de equilibrio compleja, en una verdadera ecuación de Cauchy de la política: refracción y transparencia. Difícil, pero desde luego mucho más interesante e ilusionante que hablar catalán en la intimidad.