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Hasta que la fábrica de relatos de la Moncloa alumbre una nueva controversia, la batalla política de este otoño será la del concierto económico catalán y, por extensión, la financiación de las comunidades autónomas, una pugna que, como en todos los desafueros anteriores del sanchismo, apunta hacia una nueva muesca en el revólver de Pedro Sánchez mediante el desarrollo de un proceso muy similar a las fases del duelo.

La primera es la negación: sin ánimo de exhaustividad, indultos a los separatistas catalanes, relajación del delito de malversación, pactos siniestros con Bildu, amnistía para Puigdemont y los golpistas de 2017, devolución de inmigrantes como la más reciente aportación; en todos los casos, Sánchez y sus epígonos desmentían rotundamente siquiera la posibilidad de que tales extremos pudieran ocurrir.

La segunda fase es la ira: la de quienes se han sentido engañados por la vulneración sistemática de todos los compromiso practicada por el sanchismo.

La tercera fase se refiere a la negociación, en este caso del presidente con la extrema izquierda y los independentistas con el fin de ceder a todas sus pretensiones a cambio de su apoyo, sea cuál sea el coste en términos de país; ahí cuenta con la ventaja de que en ningún caso le dejarán caer, difícilmente estarán en una situación más ventajosa.

La cuarta fase, la depresión, es también la de aquellos ciudadanos que se preguntan cómo se ha llegado a un deterioro institucional tan pronunciado. Y, por, fin, la aceptación: por parte del sanchismo, todo vale mientras no pueda haber un cambio de gobierno y para el resto la resignación ante el hecho de que, al final, Sánchez se sale con la suya mediante la maestría demostrada para aniquilar cualquier atisbo de sentido crítico ciudadano.

Así es como los acuerdos con ERC para hacer presidente de la Generalitat a Salvador Illa tienen la apariencia de un dejà vu: marear los conceptos hasta alcanzar el objetivo por agotamiento. Con la información que se conoce, aportada por los independentistas, Catalunya obtiene la soberanía fiscal mediante un concierto económico. La ministra de Hacienda lo niega al tiempo que otras voces del gobierno reafirman el compromiso de cumplir los pactos con ERC, cuya letra pequeña sigue siendo un arcano. El descubrimiento semántico es el de la financiación singular del que los sanchistas aportan como ejemplo el Régimen Especial de Balears, con plena consciencia de que es mentira.

El REB balear apoya a las empresas para paliar los costes de la insularidad y Catalunya se apresta a salir del régimen de financiación común de todas las autonomías, de forma que se consagraría la desigualdad de los ciudadanos en función de su lugar de residencia. En un renovado ejercicio de amnesia el otrora PSOE ha arramblado con la Declaración de Granada presentada en 2013 como su manifiesto federalista: rechazaba enérgicamente la deriva del nacionalismo hacia el secesionismo y abogaba por «la igualdad de derechos básicos de todos los ciudadanos, cualquiera que sea el lugar en el que residan» al tiempo que reseñaba «la solidaridad para seguir reduciendo las desigualdades territoriales» y «la cooperación efectiva entre el gobierno de España y los gobiernos autonómicos, y de estos entre sí». Qué poco hueco dejan al optimismo.