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Hace algunas semanas fui testigo de algo que me llamó poderosamente la atención; quien escribe estas líneas iba tranquilamente recorriendo los pasillos de un conocido supermercado, en la barriada de Pere Garau, cuando un grupo de jóvenes captó mi interés: hablaban en un inglés nativo, eran cuatro o cinco chicas, seguramente instaladas en un piso turístico o en un youth hostel, esos que proliferan por nuestra ciudad como si de moho se tratara. La gentrificación sobrepasa ya los límites del centro de la ciudad; los hoteles baratos del Casc Antic se han convertido en el último lustro en espacios de lujo, con precios desorbitados que estos jovenzuelos y jovenzuelas no pueden asumir.
Esa estampa en el ‘súper’ se ha repetido desde entonces, cada vez son más los turistas con edad de estudiar que campan a sus anchas por zonas como Jacint Verdaguer, Pere Garau, Arxiduc, Bons Aires... Y qué decir si le toca a uno como vecino alguno de esos hostales, donde el orden y la educación no existen, y el caos y la fiesta abundan por doquier.

La gentrificación, como cualquier otra ‘enfermedad’, tiene síntomas. Si en su barrio abre una cafetería de especialidad, un hotelito cuco o tiendas que sirven alcohol hasta la madrugada, mala señal. Y, por supuesto, los alquileres se disparan. El coste medio, según los estudios, es de entre 1.200 y 1.300 euros al mes; la misma cifra que el salario mínimo interprofesional. ¿Cómo puede pagar un residente esa mensualidad? ¿Serán capaces de independizarse los jóvenes? ¿Los cuarentones tendrán que volver a casa de sus padres obligados ante esta desesperante situación? ¿Hasta dónde va a llegar esta escalada de precios? Preguntas sin respuesta.

¿Las consecuencias? La salud mental se merma si ponemos el ejemplo de un adulto que trabaja cada día, rigurosamente, y no puede independizarse, no llega a final de mes, vive para trabajar; pero ocurre algo, la generación Z -aquellos que ahora rozan los 20 y pocos- lo tiene claro: priorizan la vida, como ellos mismos dicen: ‘No me renta trabajar’. Por supuesto que no les renta. El desánimo y la desesperanza son dos rasgos que definen perfectamente a esta nueva generación, de la que, al parecer, tenemos mucho que aprender aquellos que nos hemos criando teniendo que dar las gracias por todo. Y la culpa de todo esto, ¿quién la tiene? ¿Piensan hacer algo nuestros políticos? Déjenme que lo ponga en duda. Si no están para solucionar estos problemas, ¿para qué sirven?