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Con septiembre comienza un nuevo curso político para nuestra sufrida autonomía en el que, como en tantos ciclos anteriores, los viejos problemas siguen sin resolverse, ejerciendo una presión cada vez más desmoralizante. Seamos realistas: el Archipiélago ha quedado empantanado. Es incapaz de avanzar de manera coherente y planificada.

No es para menos: los alquileres están alcanzando para los ciudadanos de a pie niveles insoportables, propios de la isla de Manhattan; el alquiler turístico vacacional ilegal campa por sus anchas precipitando las Balears hacia la hongkonización; y en el mar, cerca de la costa, hay más embarcaciones deportivas a todo motor que peces moviéndose un par de metros más abajo, creando peligro y desasosiego. La impotencia para ordenar este caos se ha convertido en endémica e incurable, como si fuese una pandemia.

Continuamos metidos en las mismas complicaciones de lustros anteriores, cada vez más agravadas. Es como si la política balear se hubiera vuelto proustiniana, anclada en la búsqueda del tiempo perdido, incapaz de proyectar el mañana a causa del lastre de los desaguisados irresueltos.
Pero hay excepciones. Aquí el único que tira para adelante sin preocuparse por los traumas colectivos es Gabriel Le Senne, el audaz rasgador de imágenes de víctimas del franquismo. Es todo un tótem de los tiempos desquiciados que nos han tocado vivir. Se ha puesto por montera los más preciados valores democráticos. Y como contrapunto, ahí tenemos a los pobres isleños, sufriendo resignados. No hay techo para los jóvenes; no existe calma para los mayores con tantos lugares saturados por la hiperexplotación turística. Y no hay respeto para la memoria de los que, en su tiempo, lucharon por construir una sociedad equilibrada. Sólo nos queda llorar por el tiempo perdido que, a este paso, jamás volverá a ser nuestro.