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Sostiene Arturo Pérez-Reverte que las palabras no son simples herramientas de comunicación, desprovistas de alma. También, y sobre todo, son crisol de cultura y de memoria.

Las palabras que atesoran más vivencias e historia son los topónimos. No lograríamos concebir la geografía de estas Islas sin los nombres que identifican los espacios y los lugares que configuran nuestro territorio. Nombres propios con sus apellidos, vinculados a la naturaleza, como la carne a la uña.

Hallamos en Menorca, algunos que no logramos descifrar como la calle Castell Rupit de Ciutadella o la punta Nati, el Finisterre de la balear menor. En la Costa da Morte de Galicia acaba el Camino de Santiago, y aquí, en Nati, tomamos conciencia de la finitud de la Isla, solos ante Dios y el mar inmenso.

Explica el filólogo Cosme Aguiló que en los topónimos hallamos el mejor ejemplo de unión entre el idioma y la geografía. Y cuando dejamos de usar alguna de estas palabras taumatúrgicas nos empobrecemos, perdemos sentido e identidad

La definitiva derrota se produce con la introducción sigilosa de neotopónimos espúreos que hieren los oídos y vulneran la elegancia. Son naufragios lingüísticos irreversibles, como los describe la investigadora Magda Marroquín. El espacio denominado con el pulcro Estany de son Xoriguer se llama ahora El Lago de cala en Bosch; Son Saura del Nord es Son Parc; Addaia se trasvoste en Puerto Luz, y Tirant se metamorfosea en Playas de Fornells, mientras que Repós del Rei y Biniatap son Sol del Este y Horizonte. Hay más.

Josep Mascaró Pasarius se esforzó para salvar, con su Corpus de Toponímia de Menorca, los nombres de las tanques, quintanes, pous, avencs, cocons i sínies, amagatalls i llenegalls, molins de sang i beurades, barrancs, cales, platges, llocs, paratges i paisatges. A pesar de haberlo escrito Mario Verdaguer, Menorca es mucho más que piedras y viento.