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Tras la limitada repercusión del Pla pilot d’elecció de llengua en las escuelas de Balears, parece como si todos los males que padecía nuestro catalán insular se hayan arreglado. Al menos, esa es la conclusión que un foráneo se llevaría de la lectura de las reacciones de quienes más fieramente se oponían a la contenida medida del Govern.

A partir de ahora, se podrá seguir alimentando la quimera nacionalista en virtud de la cual la pérdida de presencia social de la lengua catalana depende de si determinadas familias deciden que sus hijos aprendan mejor la lengua castellana.

La verdad es que hay falsos mantras que acaban calando en amplios sectores de la sociedad, y éste es un caso paradigmático.

Venía a decir la semana pasada en estas mismas páginas Maria de la Pau Janer que el castellano lo aprenden los jóvenes casi por ósmosis, en la calle, los medios audiovisuales, con los amigos, etcétera y que, por tanto, no es necesario plan alguno para mejorar su conocimiento en el ámbito escolar.
La predominancia del castellano sobre el catalán en la sociedad es un hecho, especialmente en zonas urbanas donde los castellanoparlantes son mayoría aplastante, y más en lo que llevamos de siglo XXI. Pero, lo que hace falta analizar es qué clase de castellano aprenden. Porque si se trata de las letras de las canciones de reguetón o del español que, ‘en plan’, se habla en las redes sociales, apañados estamos. La escandalosa pobreza léxica de las nuevas generaciones no es, por tanto, una patología exclusiva de la lengua catalana, aunque haya que reconocer que un infame estándar enlatado está sustituyendo a marchas forzadas el habla propia de cada isla. Hemos conservado durante ocho siglos un tesoro lingüístico, con multitud de formas arcaicas desaparecidas en otros territorios catalanoparlantes, para acabar sustituyéndolo por un paupérrimo dialecto que no se habla en ninguna parte, que se acostumbra a pronunciar mal y que suple, sin necesidad alguna, vocablos propios por otros importados.

Hemos pasado de una lengua con una presencia social abrumadora hasta hace solo cuarenta o cincuenta años, pero que muy pocos ciudadanos de Balears sabían escribir correctamente, a una lengua que la casi totalidad de nuestros jóvenes sabe leer y escribir –con reparos, porque, si evaluásemos su comprensión lectora, otro gallo nos cantara–, pero que solo usan con regularidad en círculos muy limitados o en determinadas zonas o poblaciones del Archipiélago.

La moraleja es que cuanto mejor conozcamos nuestra lengua -nuestras lenguas-, tanto más contribuiremos al correcto conocimiento de las demás, y no al revés. El bilingüismo es, probablemente, un incordio, pero los niños que se crían en ambientes bilingües desarrollan conexiones neuronales inexistentes en los monolingües.

Reconocer que el catalán está socialmente minorizado debería dejar de ser un elemento de flagelación, de disputa política, y un factor desencadenante de la aversión hacia el castellano. Nuestra sociedad, en veinticinco años, ha cambiado radicalmente y la realidad sociolingüística es la que es. A partir de ahí podemos plantear medidas de promoción y estímulo, pero dejando de dar coces y culpar a quienes pretenden también aprender y conservar la lengua castellana.