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C uándo se producirá la próxima crisis económica? ¿Qué actitud adoptarán los bancos centrales, en caso de que se produzca? Y los ahorradores y consumidores: ¿qué harán? ¿Qué podrán hacer los gobiernos? Estos interrogantes, de una obviedad palmaria –por tener incluso una formulación muy naïf– y de gran preocupación para agentes económicos y sociales, son los que se reclaman a los economistas. Más bien: se exigen respuestas a tales preguntas, de forma que se equipara el economista profesional a un gurú capaz de ser predictivo, un profeta en potencia: el poseedor de un acerbo privilegiado de información –que nadie más tiene–, con el que acotar las catástrofes. Pero como afirmaba el gran científico Niels Bohr, uno de los padres de la física atómica, resulta muy difícil hacer predicciones, y más si es sobre el futuro. Y Ernst Rutherford, que realizó una primera versión de la estructura del átomo, afirmaba que, en el campo de la ciencia, todo lo que no es física es coleccionar sellos. Así que convendría que los economistas situáramos con mayor modestia nuestras capacidades, y supiéramos moderar las elucubraciones.

Los vaticinios que a veces se lanzan desde instituciones reputadas están más sesgados por una visión coyuntural que estructural; por una perspectiva excesivamente concreta, de forma que se alejan las reflexiones que puedan hablar más de tendencias económicas que de pretendidas exactitudes. Las certezas en economía no pueden aventurarse de manera estricta. Los economistas no somos físicos, que trabajan a partir de formulaciones empíricas que les permite intuir –e incluso acertar– lo que puede acontecer con los materiales y los problemas en los que investigan. En cualquier caso, su filosofía de la ciencia habita en territorios mucho más tangibles –o mejor aprehendidos–, y menos complicados de predecir, que las disciplinas de carácter social. Pero incluso en campos tan experimentales y materiales como la física, los principios de incertidumbre se encuentran presentes en la epistemología de la ciencia. Los modelos matemáticos aplicados en economía son de gran utilidad explicativa en muchos casos, y conforman herramientas que deben conocerse; pero no siempre delimitan con precisión las tendencias que se aproximan. La falta de capacidad de los economistas para predecir las crisis, un fenómeno que ha sido harto criticado por parte de muchos colectivos, constituye una piedra de toque evidente ante la imposibilidad de ‘profetizar’ un futuro inmediato (ya no digamos si se habla de coordenadas cronológicas más amplias).

En nuestros análisis, el factor clave, que es la población, tiene una movilidad real. Las personas no siempre actúan de manera racional y, por tanto, no consumen de forma invariable con la óptica del principio de utilidad, con la perspectiva de un cálculo preciso, imbuido por una información casi perfecta. Esto, que se encuentra implícito en buena parte de los modelos teóricos de crecimiento, delinea un juego de ecuaciones y de cálculos matemáticos de gran elegancia, valiosos como ejercicio, pero no necesariamente útiles –de forma perenne– para describir y, sobre todo, aventurar el devenir.