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Oskar Kush era un capitán de submarino alemán atípico: alegre, con un gran sentido del humor y alergia a todo lo que oliera a nazi. En 1943 en su sumergible U-154 reinaba el buen ambiente, y eso que aquel ataúd de acero pasaba semanas bajo el agua y dentro no debía oler precisamente a Eau de Rochas. El 8 de febrero de aquel año, el oficial había tomado el mando de la nave por primera vez y lo primero que hizo fue descolgar el retrato de Hitler del camarote de comandantes. Como era un cachondo, podría haberlo sustituido por otro de Rita Hayworth, que era más excitante que el Führer, pero se limitó a esconder en un armario el cuadro de aquel hombre pegado a un flequillo. Y a un bigote. La tripulación asistió atónita a tal descaro, pero allí, en el fondo del mar, la Gestapo todavía no llegaba, así que brindaron por su capitán. Todos, menos Ulrich Abel, el segundo de a bordo. Un nazi convencido que prometió vengarse. Pero había un pequeño problema: necesitaba que su jefe firmara su ascenso, así que solo lo denunció cuando ya fue capitán y lo destinaron al Báltico, al mando del submarino U-193. Oskar fue detenido y el 26 de enero de 1944 se celebró un juicio sumarísimo contra él en Kiel. Que en realidad era un teatrillo, porque su suerte ya estaba echada. De hecho, el fiscal pidió diez años de cárcel, pero al final fue condenado a pena de muerte. Un pelotón de ejecución lo fusiló frente a una pared, donde hoy una placa lo recuerda. Pero Ulrich Abel, el traidor, no tuvo una larga carrera: el primer día que salió de patrulla con su flamante submarino fue hundido por los aliados. Cosas del karma.