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Aborrezco a los hoteleros llorones, esos que nunca ganan lo suficiente, que presionan a las instituciones con sus lobbies, que no hacen nada por mejorar nuestro entorno y se quejan de que no los consideramos lo suficiente. Por eso me sorprendí la semana pasada cuando visité Son Bunyola, el hotel de Richard Branson en Banyalbufar. Son Bunyola no es un resort playero del todo incluido ni una máquina de hacer dinero. Allí hay millones, muchísimos millones invertidos para convertir una possessió de la Serra en un hotel de lujo. Branson restauró las cases que amenazaban ruina, reparó inmensos marges de paret seca, recuperó antiguos cultivos y todavía anda limpiando los bosques arrasados por el cap de fibló de 2020. Llenó las paredes del establecimiento con obras de artistas locales (Canet, Pep Coll, Bennàssar, Carbonero, Lourdes Sampol, Maraver, Damià Ramis,…) y puso nombres mallorquines a las habitaciones y villas (Ginebró, Mussol, Murtera, Tafona, Torre del Rei…). Para cerrar el círculo, muchos empleados son de pueblos del alrededor que hablan mallorquín. Hay un intento de perfección, se nota una sensibilidad por conservar la esencia de la Isla y darla a conocer a los turistas más privilegiados, eso sí. Me sorprendió Son Bunyola y me sorprende Branson. Y es que, aquí, los hoteleros no se complican la vida, intentan ganar dinero de manera sencilla y rápida. Y si nos masificamos, despersonalizamos o nos quedamos sin calas, mala tarde. Cuando uno visita Son Bunyola se da cuenta de que este proyecto es justamente lo contrario. Al final, será que Branson ama la Isla más que nosotros mismos.