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En un cajón de mi escritorio tengo más cables USB que en todo el Pentágono. Uniéndolos llegarían hasta es Capdellà. Entre los que voy comprando por ahí, los que te vienen con dispositivos, los que pido prestados y no devuelvo y los que se procrean por el orden natural que tienen los trastos de aumentar sin una razón lógica, lo dicho, casi podría rodear la Isla. Resulta evidente que se cruzan entre sí, los cables, y entre tal enjambre de hilos blancos cuando necesito cargar el teléfono no encuentro nunca el oportuno y entonces me sumerjo en un bucle infinito y digo, total, por lo que vale, me compro otro y lo aparto solo para el móvil. Mentira. El autoengaño es la mejor terapia para los que tenemos una vida más o menos desorganizada u organizada a golpe de improvisación. Y es que hemos normalizado ser esclavos de la tecnología. De una tecnología que no controlo, evidentemente. El otro día a las tres de la madrugada escuché el ruido del agua caer de la cisterna del WC al interior como si fueran las cataratas del Niágara. El dispositivo interior había decidido que era una buena idea romperse a esa hora con el consiguiente estruendo. Y yo, que no soy el más listo, traté de abrir el compartimento para intentar arreglarlo, lo que ocasionó una fuga de agua a presión sin precedentes. Carmen se levantó con el lógico trastorno y las gatas huyeron despavoridas ante una crisis de dimensiones impredecibles en el hogar. No encontré la llave de paso. Sí, no sé dónde está la maldita llave de paso en mi casa, al menos no lo sabía hasta ese día y solucioné el problema con un cable USB atado al mecanismo del inodoro. Fue el cable que había apartado horas antes para cargar el móvil. Hoy volveré a por otro.