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Conviene disfrutar de la semana que entra. Es la última de horario de verano. En siete días, cambio de hora. De noche a las seis de la tarde; de día a las siete de la mañana. Es la señal de cierre, de se acabó el verano. Tardes cortas, noches largas y no deja de haber algo reconfortante en el cambio. La tranquilidad de la manta y el recogerse. La transición coincide con una sensación subjetiva de ciudad abarrotada basada en un par de días de ver mucha gente en las calles sospechosas. Quizá un par de cruceros a la vez o un día que asomaba el frío. No hacen falta explicaciones mientras se esquivan multitudes. El asunto es que han pasado unos meses desde las explosiones de malestar por la saturación, manifestaciones masivas de queja. Fueron al inicio de temporada y pasó el resto sin que la protesta volviera a emerger, o altergada o de vacaciones. Quizá la falta de una organización estable o de un programa más concreto haya dejado el malestar latente un tiempo.

Mientras el foco del enfado se traslada en otras partes a huelgas de inquilinos y protestas por el precio de la vivienda, que es otra cara de la misma moneda. Con todo, la queja ha empapado. No hay responsable del sector turístico que no la aluda ni discurso que no la recoja. El horario de invierno proporciona una distensión: menos gente, menos presión. Es lo que dará el contraste cuando llegue la estrechez el próximo verano. Sin un tiempo de amplitud, por pequeño que sea no se notaría la saturación. Como un péndulo que sigue al cambio de hora. Sería el momento de intentar evitar el susto en unos pocos meses, pero en nada llega la Navidad y se irá el tiempo en debates, mesas y reflexiones de expertos. Como jugar con el gas de la botella de gaseosa intentando que no desborde el líquido y lo empape todo. Hasta que brote otra protesta que, probablemente, vaya incrementada.