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Hace unos días, una niña palmesana de once años salió de su casa a las cinco y media de la tarde para dirigirse ella sola a una actividad extraescolar. Sus padres trabajan y ella tiene que empezar a ser independiente para ser una adulta funcional. Lo que no quita que sus padres la llamen al teléfono fijo cuando sale de casa y que la madre de una compañera la avise cuando ha llegado al destino (son los peajes que hay que pagar cuando una preadolescente aún no tiene móvil). Pero he aquí que la niña sale demasiado pronto y se queda diez minutos esperando a las puertas de la sala donde harán la actividad extraescolar, que se organiza en una zona muy céntrica de Palma. Así que se sienta en las escaleras, al lado de la puerta, esperando a que la abran e ir a clase.

Hablamos de puro centro de Palma, lleno de turistas cargados de helados y bolsas de compras. Se paran delante de la niña dos guiris, madre e hija, esta última veinteañera. Le dicen algo a la pequeña nativa que no entiende. Entonces la madre mete la mano en el bolso y saca un billete de diez euros. Las turistas extranjeras han visto a una niña residente sentada en una escalera y lo primero que han pensado es que está mendigando. La niña alucina y empieza a decir «no, no, no», rechaza el billete. Entonces le ofrecen monedas, la niña vuelve a negarse. Madre e hija extranjeras se van de compras y vuelven a los cinco minutos, le vuelven a ofrecer otro billete. La niña mallorquina se levanta y llama a la puerta de la actividad extraescolar, faltan cinco minutos. Ellas se largan. Por lo menos no le han hecho ninguna foto de recuerdo de los pobres chicos mallorquines. La niña, por cierto, es mi hija.