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Una de mis sensaciones preferidas es la que experimento cuando vuelvo a casa desde algún otro lugar. Da igual si se trata de un corto y agradable paseo, una excursión y, ya no digamos, un viaje. No soy de marcharme lejos. Soy una mujer de cercanías. Lo malo es que para disfrutar del placer de la vuelta, antes me tengo que ir… Sin salida no hay regreso. Mi pereza o mi falta de ganas es monumental. Sin embargo, debo reconocer que es mejor hacerlo de vez en cuando. Por el gusto que me da volver. Esto es lo que hice la pasada semana. Y ahora ya estoy de nuevo en mi mesa, con mi ordenador, mis fotos en las estanterías y los libros que me vienen acompañando desde que un día decidí que quería vivir rodeada de ellos. No es un espacio muy grande, que digamos, pero sí que es el lugar más reconfortante de que dispongo. Las ciudades demasiado grandes me dan miedo. Porque nunca sé con certeza dónde estoy ni qué hay más allá. Siempre seré una provinciana. ¿Acaso me importa? No me importa en absoluto. En el fondo todas las ciudades son iguales. Las mismas tiendas, los mismos restaurantes, las mismas modas. Así es como lo contemplo yo. Los parques y jardines, en cambio, no son como los de aquí. Son mil veces más bonitos. Menos mal que nosotros lo compensamos con el mar, aunque no lo veamos cada día. La alegría del regreso suele ser breve, en seguida te adaptas a la rutina cotidiana. Por eso hay que estar muy atenta para que no pase inadvertida. Que no es mi caso, como decía. Incluso los grandes viajeros son capaces de reconocerla, aunque su casa esté en el nuevo destino. No recuerdo ningún epitafio más hermoso que el de R.L. Stevenson. «Aquí yace donde quiso yacer; de vuelta del mar está el marinero, de vuelta del monte está el cazador». Alguna vez quería decirlo.