Ya está aquí, me he fijado esta mañana, el remolque del Paseo Mallorca que, en poco tiempo, se pondrá a vender churros. En cualquier otro año eso hubiera sido el aviso o la señal de que también están las Navidades a la vuelta de la esquina y que tocaba, por tanto, ponerse con el artículo con los consejos para escapar lo antes posible, decir no a todas las comidas y cenas y agenciarse un libro de Dickens para sobrellevar esos días lo mejor posible. Aplazaré este año un poco ese escrito y me limitaré, de momento, a mirar ese remolque asomándome de tanto en tanto a sa Riera. Porque esa es otra: el puesto de churros, y también de buñuelos de aceite y otros dulces, se coloca junto al torrente de sa Riera cada año, y también este. Baja agua, no demasiada todavía, cuando me asomo camino del periódico pero una suerte de vendaval me lleva a otro momento del pasado. Mientras miro el lecho y el agua de sa Riera a su paso por el Paseo Mallorca, he recordado que hubo un año políticamente loco en el ayuntamiento de la ciudad, fue el de 1988, en que el gobierno municipal no tenía la mayoría y los plenos tomaban acuerdos que luego el alcalde, que entonces era Ramon Aguiló, se negaba a cumplir o recurría. Uno de aquellos acuerdos fue promover un cambio de ordenación urbana para tapar sa Riera, construir arriba una zona verde y debajo, en su cauce, un aparcamiento. Ahora, mientras se habla de inundables, cuesta imaginar (¿cuesta?) que algo así se pudiera aprobar –en aquellos tiempos también se levantaron edificaciones sobre torrentes–, me froto los ojos, miro al remolque de los churros, miro al cielo y otra vez al fondo de sa Riera. En las elecciones siguientes tuvo mayoría el partido que lideró esa propuesta, entonces llamado AP. Estos días, porque todo es cíclico y cualquier debate se ha vivido antes, recuerdo esa historia frente al carro de los churros.
El remolque de los churros
Palma15/11/24 4:00
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