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Durante milenios las abuelas se han encargado de imbuir en los niños las ideas que, a la postre, podrían salvarles la vida en caso de emergencia. Los viejos cuentos infantiles, todos terroríficos hasta que llegó Disney para edulcorarlos y ahora la ola woke para convertirlos en no se sabe qué engendro, tenían una poderosísima función educativa. En sus rimas se escondían lobos feroces, ogros, bosques encantados y toda clase de seres mágicos que deseaban embaucarte para quedarse con lo tuyo: tu dignidad, tu dinero, tu vida. En la mente colectiva esa matraca repetida millones de veces desde la prehistoria nos hizo precavidos, cautos y desconfiados, algo que hoy se desprecia, porque es más cool ser arrojado, emprendedor y temerario; la adrenalina es lo que nos mueve, dicen los influencers (que luego se despeñan por un barranco al hacerse una foto). El caso es que desde hace casi cien años el cuento tradicional ha desaparecido y con él, todas sus valiosas enseñanzas. Me pregunto qué debían contar los abuelos valencianos a los niños para advertirles del peligro del agua, en aquella vida de cañas y barro que luego retrató Blasco Ibáñez. Hoy nos cuentan que es más importante, vital, salvar el coche. De hecho, otra pregunta que me asalta es cuánto daño habría hecho esta tormenta si no hubiera coches. Ya no existen lobos feroces ni bosques tenebrosos, pero sí los peligros que representan en el universo simbólico. Pero, claro, la modernidad es muy moderna y nadie quiere apostar por la sabiduría ancestral que nos indicaba que no habláramos con desconocidos, que los hombres se convierten en ogros por las noches y que la vida es tan frágil que cualquier fuerza de la Naturaleza la destruye en un instante.