A lo largo de mi vida, en tres ocasiones he estado a punto de que se me rompiera la voz delante de un micrófono. Una de ellas fue en la trágica mañana del 11 de diciembre de 1987, cuando un coche bomba fue explosionado, junto a una casa cuartel de la Guardia Civil, en Zaragoza. ETA asesinó a cinco niñas, seis adultos, y dejó malheridas a 88 personas, algunas de ellas de gravedad.
Colaboraba con Iñaki Gabilondo, en la SER, y cuando se recibió la noticia, Iñaki me miró –nos entendíamos con una mirada– y salí del estudio acongojado para sentarme delante de la máquina de escribir. Una compañera de Radio Zaragoza informó de que se habían encontrado trozos de cuna y de muñecas infantiles. Cuando acabé de escribir –con tanta rabia como tristeza– entré al estudio y me senté a un lado de la mesa del estudio. Y comencé a decir que ETA se había adelantado con el Christmas de Navidad más brutal y monstruoso, e Iñaki se levantó de su sitio y se sentó junto a mí, porque había percibido esos sutiles temblores en la voz, que un profesional como él advertía que podían ser preludio de un sollozo.
Recuerdo el momento 37 años y 2 días después porque se ha estrenado esta semana, en la Televisión Aragonesa, una serie de tres capítulos, titulada ‘Ataúdes blancos’, en la que se cuenta el atroz y horripilante asesinato al por mayor, que interrumpió el sueño de cinco niñas que nunca pudieron despertarse.
A veces me pregunto por la escasa producción literaria, televisiva y cinematográfica que ha habido en este país ante una tragedia que se ha llevado a la tumba a 853 personas. Y, también, me extraña que haya 379 asesinatos sin resolver. Y me sorprende la indiferencia ante esos asesinos y que el Gobierno negocie con ellos, y se interese mucho más por los asesinatos de la guerra civil que por esos padres, que se despertaron una brutal madrugada para corroborar que a su hija, y a su muñeca, las habían reventado sin discriminación unos monstruos que van a ir en listas electorales.
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