La sentencia tilda la conducta de los dueños de la barca de
«altamente negligente por la desatención del cuidado elemental
exigible al propietario de una embarcación destinada a una
actividad de transporte de personas con ánimo de lucro, que debe
hacer primar el derecho colectivo (a la seguridad) sobre el interés
económico individual».
Tras el juicio, la juez dice que «es enormemente ilustrativo lo
poco vinculado que (uno de los dueños del catamarán, Simón
Rodríguez) se sentía por el proyecto naval concluido y
acabado».
Ese proyecto, presentado ante el Ayuntamiento de Banyoles, que
dio el permiso de botadura de la barca, nada tenía que ver con lo
que realmente se fletó: una embarcación con doble potencia, exceso
de calado y pasaje, y con dos agujeros en la popa por donde entró
el agua que hizo zozobrar el catamarán. Simón Rodríguez «decidió
voluntariamente adquirir 149 sillas» para su barca cuando sabía que
sólo podía transportar a 80.
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