El camino hasta Panajachel, ciudad turística que se levanta
junto al lago, es largo y complicado. Lo intentamos salvar en todo
terreno, pero la carretera cortada, que en según qué tramos formaba
kilométricas colas, nos hizo desistir. Además, el alquiler de un
4x4 en tiempos de catástrofes es carísimo. Optamos por el plan B:
El helicóptero. Preguntamos cuánto nos costaría, y el viaje de unos
20 minutos de duración se nos iba a 700 euros. Afortunadamente,
Bernardí Coll, antes de partir hacia Santo Tomás La Unión, donde el
Govern tiene en marcha varios proyectos, hizo una gestión a través
de CONRAT (su equivalente en España es Protección civil) y nos
solventó el problema. Los 300 kilómetros que separan la capital
guatemalteca de Panajachel, a la vera del lago Atitlan, región muy
afectada por el «Stan», los íbamos a hacer en un pequeño bus en
compañía de bomberos venezolanos, gente maja, que desde el primer
momento nos acogió muy bien.
Habíamos pernoctado en el Ciudad Vieja, un hotel no muy alejado
del aeroopuerdto de Guatemala. Bernardí Coll había madrugado. Debía
desplazarse a varios pueblos con el fin de supervisar proyectos. A
mitad de la mañana, cuando le localizamos por teléfono, tras
asegurarse de que su gestión en el CONRAT había tenido éxito, nos
comentó: «Seguimos dando vueltas, pues por donde andamos todo está
cortado». A lo largo del resto del día, la comunicación con él fue
imposible, igual que con Francisca Cofre y Julio Roca, a los que
hacemos en Masapenango, donde están desarrollando una serie de
programas.
Antes de abandonar el hotel, echamos un vistazo a la prensa
local para así ponernos un poco al día. En total, el día anterior,
domingo, «sólo» se habían producido nueve muertes violentas, tres o
cuatro de ellas con tortura previa a las víctimas. «Pues ha sido un
día tranquilo -nos dijo el conserje del hotel- ya que ha habido
otros domingos con el doble de asesinatos». Esas muertes, las
secuelas del «Stan» y el triunfo del Madrid en el Calderón -al
igual que en El Salvador, en Guatemala, o son madridistas o del
Barça- eran las noticias más importantes del día en casi todos los
diarios.
El camino, como hemos dicho, fue largo, sobre todo por lo lento
que circulaba el coche, y por la precaución que tenía que tomar el
conductor, sobre todo a 100 kilómetros del fin del trayecto, a
causa de que los desprendimientos de tierra habían invadido gran
parte de la carretera. Durante el mismo, tuvimos tiempo para poder
contemplar el paisaje después del huracán, seguido de la riada que
puso fin a tantas vidas y, la verdad, es que no entendimos, viendo
la fragilidad de las casas de los pueblos y de las que se
dispersaban sobre las laderas de las colinas, cómo la desgracia no
fue mayor todavía, pues dada la magnitud del fenómeno de agua y
viento, sólo un milagro ha mantenido en pie tan endebles viviendas.
Por otra parte, notamos que tanto en pueblos como en caseríos la
vida continuaba. ¡Qué remedio! Nos llamó la atención ver al
atardecer cómo algunos mataban el tiempo jugando a fútbol -y otros
viendo el partido-, en lo que otros iban a misa vespertina.
En determinados tramos de la carretera divisamos algunas cruces
de madera a ambos lados -se ve que recordando que allí murió
alguien en accidente de tráfico-, y sobre todo en la entrada y
salida de los pueblos, en pequeñas casetas de madera de techo de
chapa, se vendían chucherías y fruta. También había pequeños
tendejones en los que se expedían bebidas y comidas, de los que
salía y entraba la gente. A mitad de trayecto hicimos una parada
con el fin de estirar las piernas. La niebla se había apoderado de
aquella cumbre, desde la que oíamos a lo lejos los gritos animando
seguramente una actividad deportiva, posiblemente un partido de
fútbol, que la distancia, y sobre todo la niebla, nos impedían
ver.
El descenso se hizo sin prisas. El piso estaba bastante húmedo,
y cada vez se notaban más, y mejor, los restos del desastre, sobre
todo en el asfalto en forma de tierras y troncos de árboles
desprendidos desde la montaña, lo cual requería mucha precaución.
En según qué lugares, hombres, mujeres y niños a los que el «Stan»
dejó sin casa rebuscaban ente las basuras y los restos que el agua
torrencial había dejado a su paso.
El cauce del río, completamente seco, era espectacular. Lo que
quedaba de un coche asomaba por entre unas ramas. Las cientos de
chabolas que durante muchos años existieron a ambas márgenes del
torrente, habían desaparecido completamente, llevándose, en algunos
casos, vidas humanas. Los supervivientes, tras intentar recuperar
algo de lo que tenían, dieron con sus huesos en los albergues y
centros de acogida que el gobernador de Panajachel habilitó en
escuelas y templos.
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