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PEDRO PRIETO,
enviado especial a Guatemala

El camino hasta Panajachel, ciudad turística que se levanta junto al lago, es largo y complicado. Lo intentamos salvar en todo terreno, pero la carretera cortada, que en según qué tramos formaba kilométricas colas, nos hizo desistir. Además, el alquiler de un 4x4 en tiempos de catástrofes es carísimo. Optamos por el plan B: El helicóptero. Preguntamos cuánto nos costaría, y el viaje de unos 20 minutos de duración se nos iba a 700 euros. Afortunadamente, Bernardí Coll, antes de partir hacia Santo Tomás La Unión, donde el Govern tiene en marcha varios proyectos, hizo una gestión a través de CONRAT (su equivalente en España es Protección civil) y nos solventó el problema. Los 300 kilómetros que separan la capital guatemalteca de Panajachel, a la vera del lago Atitlan, región muy afectada por el «Stan», los íbamos a hacer en un pequeño bus en compañía de bomberos venezolanos, gente maja, que desde el primer momento nos acogió muy bien.

Habíamos pernoctado en el Ciudad Vieja, un hotel no muy alejado del aeroopuerdto de Guatemala. Bernardí Coll había madrugado. Debía desplazarse a varios pueblos con el fin de supervisar proyectos. A mitad de la mañana, cuando le localizamos por teléfono, tras asegurarse de que su gestión en el CONRAT había tenido éxito, nos comentó: «Seguimos dando vueltas, pues por donde andamos todo está cortado». A lo largo del resto del día, la comunicación con él fue imposible, igual que con Francisca Cofre y Julio Roca, a los que hacemos en Masapenango, donde están desarrollando una serie de programas.

Antes de abandonar el hotel, echamos un vistazo a la prensa local para así ponernos un poco al día. En total, el día anterior, domingo, «sólo» se habían producido nueve muertes violentas, tres o cuatro de ellas con tortura previa a las víctimas. «Pues ha sido un día tranquilo -nos dijo el conserje del hotel- ya que ha habido otros domingos con el doble de asesinatos». Esas muertes, las secuelas del «Stan» y el triunfo del Madrid en el Calderón -al igual que en El Salvador, en Guatemala, o son madridistas o del Barça- eran las noticias más importantes del día en casi todos los diarios.

El camino, como hemos dicho, fue largo, sobre todo por lo lento que circulaba el coche, y por la precaución que tenía que tomar el conductor, sobre todo a 100 kilómetros del fin del trayecto, a causa de que los desprendimientos de tierra habían invadido gran parte de la carretera. Durante el mismo, tuvimos tiempo para poder contemplar el paisaje después del huracán, seguido de la riada que puso fin a tantas vidas y, la verdad, es que no entendimos, viendo la fragilidad de las casas de los pueblos y de las que se dispersaban sobre las laderas de las colinas, cómo la desgracia no fue mayor todavía, pues dada la magnitud del fenómeno de agua y viento, sólo un milagro ha mantenido en pie tan endebles viviendas. Por otra parte, notamos que tanto en pueblos como en caseríos la vida continuaba. ¡Qué remedio! Nos llamó la atención ver al atardecer cómo algunos mataban el tiempo jugando a fútbol -y otros viendo el partido-, en lo que otros iban a misa vespertina.

En determinados tramos de la carretera divisamos algunas cruces de madera a ambos lados -se ve que recordando que allí murió alguien en accidente de tráfico-, y sobre todo en la entrada y salida de los pueblos, en pequeñas casetas de madera de techo de chapa, se vendían chucherías y fruta. También había pequeños tendejones en los que se expedían bebidas y comidas, de los que salía y entraba la gente. A mitad de trayecto hicimos una parada con el fin de estirar las piernas. La niebla se había apoderado de aquella cumbre, desde la que oíamos a lo lejos los gritos animando seguramente una actividad deportiva, posiblemente un partido de fútbol, que la distancia, y sobre todo la niebla, nos impedían ver.

El descenso se hizo sin prisas. El piso estaba bastante húmedo, y cada vez se notaban más, y mejor, los restos del desastre, sobre todo en el asfalto en forma de tierras y troncos de árboles desprendidos desde la montaña, lo cual requería mucha precaución. En según qué lugares, hombres, mujeres y niños a los que el «Stan» dejó sin casa rebuscaban ente las basuras y los restos que el agua torrencial había dejado a su paso.

El cauce del río, completamente seco, era espectacular. Lo que quedaba de un coche asomaba por entre unas ramas. Las cientos de chabolas que durante muchos años existieron a ambas márgenes del torrente, habían desaparecido completamente, llevándose, en algunos casos, vidas humanas. Los supervivientes, tras intentar recuperar algo de lo que tenían, dieron con sus huesos en los albergues y centros de acogida que el gobernador de Panajachel habilitó en escuelas y templos.