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Cada jornada que transcurre en el diario acontecer de la guerra de Irak nos transporta imágenes trágicas de víctimas civiles, inocentes seres que caen en el fragor de un imprevisible fuego de misiles, bombas, morteros, balas y todo tipo de proyectiles destinados a matar. Cada informativo de la televisión supone enfrentarse de nuevo al dolor de contemplar cómo ancianos, mujeres y niños, gentes que nada tienen que ver con los motivos de la contienda, perecen o sufren las más terribles heridas y amputaciones. Es el lado más cruel y, por otro lado inevitable, de cualquier conflicto bélico. El margen de error existe y es imposible evitar que haya víctimas inocentes.

La razón de esta guerra, al menos así lo han expresado Estados Unidos y Reino Unido, es acabar con el régimen de Sadam Husein y con su capacidad de utilización y fabricación de armas de destrucción masiva. Doce años de vigilancia tras la Guerra del Golfo no han sido suficientes y la comunidad internacional se ha mostrado absolutamente incapaz de poner coto a Sadam y de parar los pies a un belicoso George Bush que parecía tener la determinación de batallar hace meses.

Sin duda, deben existir otros modos para conseguir el objetivo previsto sin tener que mandar a cientos de miles de soldados a la zona y entrar en una guerra en la que, como siempre, los que más sufren son los que menos tienen, los más indefensos, los más débiles.

Nunca se debió llegar a ello, todos los esfuerzos que se realicen para parar la contienda son pocos, pero es necesario que se lleven a cabo. Cierto es que la comunidad internacional no supo o quiso poner los medios para evitarlo, pero debe establecer los que sean precisos para poner fin a este rosario de muertos sin sentido.