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Desde su fundación, las organizaciones no gubernamentales (ONG) acostumbran a ser víctimas de dos tipos de sospechas. Por un lado se piensa que ejercen funciones que serían propias de los gobiernos a los que sustituyen en determinados cometidos, mientras que por otro son cuestionadas en lo concerniente a su financiación. En cuanto al primer aspecto, está claro que muchos gobiernos han «descargado» sus atribuciones -en menoscabo de sus obligaciones- en dichas organizaciones, confiriéndoles potestades en algunos casos exageradas. Cuestión de criterios. Pero lo más complicado viene realmente después. Un análisis de la Fundación Lealtad pone de relieve que el punto débil de la mayoría de las ONG es precisamente el de su financiación. Nada menos que el 35% de las 68 ONG españolas que han pasado dicho análisis a título voluntario incumple el principio básico de pluralidad en la financiación. Lo que quiere decir que su recaudación de fondos privados no llega al 10% del total y/o que algún financiador externo aporta más del 50% de los ingresos. Malo. El principio de pluralidad en la financiación, sobre el que se vertebran teóricamente dichas organizaciones, falla en el caso de las nuestras. Casi la mitad de los ingresos de las ONG de este país son privados, pero ocurre que a su vez el 50% de éstos son captados por unas pocas organizaciones: Cáritas, Unicef, Médicos Sin Fronteras, Intermón Oxfam y Manos Unidas, y el 90% del total de esos ingresos privados está en manos de unas 17 ONG. ¿Qué sucede? Muy sencillo, que gran parte de los proyectos de estas organizaciones depende de subvenciones públicas, con los «peligros» que ello supone. Sería muy lamentable que a la larga, un gobierno, los gobiernos, cualquier administración, pudiera capitalizar la actuación de organizaciones que en principio son, precisamente, no gubernamentales.