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De nuevo el rastro del dolor nos llega desde Afganistán, esta vez con la muerte de diecisiete militares españoles que viajaban a bordo de un helicóptero que se ha estrellado en el noreste de ese país, que no acaba de avanzar hacia la modernidad y la democracia. Con el recuerdo todavía muy vivo del desastre ocurrido en Turquía con el desgraciado vuelo del Yakolev, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, no ha querido repetir el error que entonces cometieron las autoridades españolas y rápidamente ha salido a la palestra para dar explicaciones, suspendiendo sus vacaciones. Al mismo tiempo, el ministro de Defensa, José Bono, partía hacia el lugar de los hechos, quizá temiendo que una reacción algo más tardía podría tener consecuencias negativísimas para la imagen del Ejecutivo, como ocurrió con el incendio de Guadalajara.

Naturalmente, de inmediato se ha garantizado una total transparencia en la información, se ha confirmado el excelente estado del aparato en el que viajaban los militares, se ha enviado un equipo de forenses y se ha asegurado que la identificación de los cadáveres será eficaz y rápida. Así que queda claro que el Gobierno de Zapatero ha escarmentado en cabeza ajena y no va a permitir nuevos errores.

Lo que habrá que debatir después, cuando pase lo peor, con calma, con tiempo y sin dejarse llevar por partidismos, es la necesidad o no de continuar con esas misiones de paz en países conflictivos como Afganistán, puesto que las tropas fueron retiradas de Irak por motivos de seguridad y, de momento, no puede descartarse la posibilidad de que la muerte de estos españoles se haya debido a un ataque armado en una zona en la que la democracia y la pacificación están lejos de asentarse.