oco a poco, observamos cómo el resto de compartimentos se han ido llenando. De rusos, todos. El de nuestro lado, por la izquierda, lo ocupan dos tipos, uno más joven que el otro. En el de la derecha se han instalado otros dos hombres, uno con los dientes superiores, incisivos incluidos, de oro, mientras que el siguiente lo han ocupado una mamá joven, con su hija, y otra joven, seguramente hermana de aquélla. Unos y otros, al cruzarse con nosotros, sonríen, pronuncian algo en ruso y poco más. «Somos los únicos guiris que hay en este vagón», señala Santandreu. Tiempo después, tras recorrer el tren desde la máquina hasta el furgón de cola, comprobamos que somos los únicos europeos occidentales que van a boro. «Somos como extraños en el tren», les digo. Un tren Transiberiano auténtico, que usan a diario los rusos de a pie y que nada tiene que ver con los turísticos que en verano hacen el mismo recorrido hasta Itkustk, tomando desde ahí la dirección de Beijin (China), que cuestan, además, un ojo de la cara, pero que nada tienen que ver con éste.
El vagón restaurante se halla tres vagones por delante del nuestro. Se llega a él pasando de vagón a vagón a través de un pasadizo estrecho por el que se cuela el frío y la nieve, y desde el que se ven las vías. A poco de entrar en él está la cocina, algo más adelante, la barra del bar, mientras que en el fondo, a ambos lados, se alienan media docena de mesas, cada una entre dos asientos, con cabida para dos comensales cada uno. Como no podía ser de otro modo, el comedor lo llevan mujeres, como el resto del tren. Dos en este caso. Una más joven que la otra, que es la jefa, por su parte, el cocinero es un chico que no sobrepasará los veinticinco... A decir verdad, no hay mucha gente en este vagón. Y es que, por lo que hemos apreciado, casi todos los viajeros se traen su comida de casa o, si no, por unos cientos de rublos la compran en el anden ¿La carta? No es muy extensa... y está en ruso. Y ellas también sólo hablan ese idioma Así que hay que echar de nuevo mano de los signos a través de los cuales les damos a entender que queremos comer carne y beber piva, o sea, cerveza. La carne es un entrecot pequeño y delgado, acompañado de puré y ensalada. La piva es de litro, por lo que con una nos apañamos los tres, pues uno de nosotros siempre quedará en el kupé. Por todo eso, más unos cafés con leche, no pagamos ni veinte euros.
Mercadillo en el andén
Observamos la estepa rusa a través de las ventanas del kupé, pasillo y comedor, pues al ser un tren completamente cerrado, no hay otra posibilidad de hacerlo. Cuando se detiene más de veinte minutos en la estación, la funcionaria nos permite bajar al andén, a estirar la piernas. Bien abrigados, pues la temperatura, a medida que avanzamos, va descendiendo, a nada que nos damos cuenta nos vemos rodeados de una legión de vendedoras que nos ofrecen comida casera, entre la que abunda el pescado frito y ahumado, chorizos y pastas grasientas, así como bebidas, alcohólicas o no, todo a un precio bastante barato. Horacio, a quien hemos nombrado jefe de intendencia es quien hace las compras.
La funcionaria responsable del vagón, que ocupa un pequeño kupé cerca de la entrada de éste, nos va advirtiendo sobre aquellos lugares que nos pueden interesar ver, como el río Obi, o de la proximidad de los Urales, o que vamos hacer una parada en Ekatiremburgo, capital de los Urales, una de las ciudades más importantes de Siberia, pues es la primera que nos encontramos tras haber atravesado a aquéllos, frontera natural entre Rusia y Rusia siberiana, ciudad en la que los bolcheviques asesinaron al Zar Nicolás II, a su mujer y a sus hijos, y que hoy es una urbe industrial muy importante. En esa estación descendieron las chicas del patinaje artístico y su entrenadora, siempre ojo avizor.
Pudimos observar que en el tren todos están por la labor de ganar un rublo, y si son dos, mejor. Las propinas hacen milagros, como pudimos ver con la responsable del vagón. Y como vean que gastes en el restaurante, son hasta capaces de cerrarlo para ti... Que realmente lo hicieron.
Tras el almuerzo, se quedaron Manolo y Santandreu a tomar café. A la hora, regresé y me encontré con que la música estaba puesta a todo volumen, que la camarera y el cocinero bailaban desaforadamente y que invitaban al pater a que se sumara a la fiesta. «Ya ves -nos decía Manolo-, han empezado a beber la segunda botella de vino y fíjate cómo van ya. Aquí, esta tarde baila hasta la jefa» Y así fue. Y seguramente más por lo que en rublos suponía una tercera botella de vino, que por su efecto. Bailó la jefa, bailó Manolo y bailó hasta Santandreu...
Ésta no es mi Siberia
Mientras tanto, seguía sin nevar, pero con todo el territorio, hasta donde abarcaba a vista, completamente blanco. Miles de kilómetros de Rusia siberiana bajo la nieve, con unos paisajes que iban cambiando intermitentemente. De pronto, nada más que blanco por todas partes; más adelante, pequeños archipiélagos de abedules, olmos, algún que otro pino y matorrales se desparraman en aquel inmenso océano de blancura; y de nuevo, el blanco; y después, más árboles, arbustos, pequeñas casas de madera con cercas a su alrededor a modo de establos, ciudades grandes, ciudades más grandes, chimeneas industriales manchando el cielo con humos de extraños colores, ríos completamente helados.... La Siberia que estaba ante nuestros ojos no era la que fue. Y desde luego, no era la que nos imaginábamos. «Yo creía encontrar una inmensa llanura bañada de blancura y, de vez en cuando, algún fuerte rodeado de alambradas -pensaba en voz alta Santandreu, con la vista clavada al frente-, pero veo que no; que a Siberia ya no vienen los deportados; que sus ciudades son como las nuestras, incluso mas grandes; que visten igual que nosotros; que muchos de sus coches son mejores que los nuestros... Y es que el viajar -apostilló- termina con muchos tópicos».
De todo eso nos dimos cuenta en nuestra primera parada, Novosibirsk, llamada en un tiempo Novonikolayevsk, en honor al zar Nicolás II. Frente a las construcciones de corte estalinista, como el teatro o la estación, sobresalen edificios de más de treinta pisos; en los bares y restaurantes, así como a través del hilo musical de comercios y grandes almacenes, se escucha Mika, Maná, Bryan Adams, Pretenders o MClan, por mencionar a cantantes y grupos que escuchamos a menudo en las Islas.
A Novosibirsk pertenece Akademgorodok, gran centro científico en los años del comunismo que está a punto de reconvertirse en el Silicon Valley siberiano; observamos cómo por las avenidas de Novosibirsk circulan coches japoneses y algún que otro mercedes; las mujeres, hermosas, elegantes, glamourosas, visten a la europea, al igual que los hombres; en el hall del hotel, donde pasamos unas horas, ejecutivos van y vienen mientras que otros, conectados a internet, mantienen una videoconferencia con el colega que vaya usted a saber dónde se encuentra...
¿Siberia, aquello...? Salvo porque el termómetro de la calle marcaba los menos 16º, que se hablaba por todas partes ruso y que para llegar hasta allí habíamos dejado atrás a los Urales... aquello se parece a cualquier ciudad europea; nada que ver con la Siberia del Nobel Aleixandre Solyenitzcen, o con la que tan maravillosamente describen Chejov o Boris Pasternak. En menos de veinte años -en noviembre del 89 Gorbachov arrió la hoz y el martillo de Kremlin- se ha producido un cambio total. A causa de él, la Siberia de hoy ha dejado de ser la tierra dormida, que es como se la conoció -de ahí su nombre. Siberia-. Sí. Nada tiene que ver con la que fue, y, desde luego, con la que nos imaginamos... Y de ello, gran parte de culpa la ha tenido, y tiene, el Transiberiano, el tren de los pobres como le llaman algunos, pero que es, sin duda, el corazón y el pulmón de esta vastísima región.
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