Allí en el gran sur iraní, a cientos de kilómetros del mundo,
existía una ciudad llamada Bam. En un área deprimida a las puertas
del desierto se levantaba una maravilla alzada a base de pequeños
ladrillos de adobe, una obra creada con esa parte del ingenio
humano que sólo las inconveniencias del lugar y los materiales son
capaces de generar. Los persas hicieron de la necesidad virtud y
levantaron hace dos mil años una ciudad entera de tierra y arena en
varios niveles, y convirtieron un pedazo de desierto en un oasis,
un paraíso tan real como el agua que riega sus palmeras.
Bam era una ciudad con más de tres kilómetros de murallas,
dominada por una ciudadela y rodeada por palacios, establos,
bazares, escuelas, caravansarais y pequeñas callejuelas que
serpenteaban y dibujaban rincones paradísiacos entre sus 36 torres.
Hace dos milenios, estos persas ya contaban con un sistema de
refrigeración natural de las casas, y agua buena y fresca que salía
del corazón del desierto por un sistema de vasos comunicantes para
alimentar a sus 11.000 habitantes.
En su camino a Occidente la seda pasaba por Bam, un lugar de
ensueño donde sucedía el cuento de las mil y una noches, y la
última esperanza que tenían sus habitantes para salir de su
situación precaria y acercarse al Irán más digno, que tampoco es
mucho pedir. Un terremoto ha desvanecido esos sueños, ha
desmoronado las paredes milenarias de tierra de esta ciudad y se ha
llevado consigo más de 40.000 vidas.
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